Unionistas de
Salamanca 1 – 1 Deportivo de La Coruña (pen.8-7)
Hay situaciones que me incomodan, episodios que trato de
evitar a toda costa pero que, en ocasiones, son inevitables. Ir a un
espectáculo de hipnosis y ser el elegido para subir a la tarima. Mantener
conversaciones en las salas de espera. Encontrarme a alguien que hace años no
veo en el supermercado, saludarle efusivamente y seguir reencontrándonos en
cada pasillo. Jugar al fútbol. Mejor dicho, volver a jugar al fútbol. Me da
mucha fatiga la hombría de quienes se saben más hábiles con la pelota, la
sobredosis de testosterona de los machos alfa del tiqui-taca. Una de las decisiones más acertadas de mi vida fue mi
temprana retirada del mundo del balompié.
Una salida por la puerta de atrás ya que mi biografía
futbolística carece de momentos para ser recordados. A las cuatro y cuarto,
cada jueves, compartíamos patío con el otro curso y, como siempre, teníamos que
disputar nuestro particular derbi. Siete contra siete. Éramos más niños que
plazas para jugar por lo que sabías de inmediato, que los tuercebotas como yo íbamos a quedar relegados al banquillo
esperando una oportunidad que, en mi caso, no buscaba. Prefería quedarme fuera
mirando. Y así, apartado de las pasiones del duelo, tuve una revelación: en el
fútbol, lo más importante es la victoria y no hay lugar para la compasión. Si
tenía que jugar era porque no quedaba otro remedio o porque los profesores
censuraban, de tarde en tarde, la exclusión del patán.
Jugar esos partidos me angustiaba. Me sentía como quien
tiene que suplir al actor principal que
nunca falla, como esos músicos de orquesta de verano que simulan tocar un
instrumento y, de repente, una noche, se encuentran con que tienen que tocar en
vivo porque el reproductor de música no funciona. Con esa angustia vital jugaba
al fútbol, asentado en la certeza de que, antes o después, iba a estar en
contacto con el balón y todo se iría al garete. Y era lo que pasaba. Mis
compañeros hacían goles extraordinarios, se coordinaban en sus movimientos como
una patrulla área y, de pronto, aparecía yo para tirar por tierra todo ese
esfuerzo. Sentía que, con cada error, más cerca estaba de perder a mis amigos. La
acidez me envolvía el estómago viendo que mis compañeros no decían nada, callados ante mis errores. Se comportaban conmigo como quien omite los avisos del
panel de control del coche, están ahí.
Seguí jugando al fútbol varios años desde una premisa que me
permitió alargar mi carrera. Pasar inadvertido, hacerme invisible en las
esquinas del banquillo, apartarme del ángulo visual entrenador y permanecer
callado. Estar lo más lejos posible de la posibilidad de ser elegido y de la
pelota, evitar su cercanía y rehuir su
contacto. Es más fácil de lo que parece e incluso hay futbolistas que han
alcanzado la élite haciéndolo. Simulas que haces un esfuerzo de alcanzar la
pelota, de buscarla, de meter la pierna. Jugar un partido que podría haber sido
y que nunca acababa siendo. Si, a partir de ahora, prestáramos más atención veríamos
a más Dugarry, Faubert, Raúl Bravo, Pato Sosa…
destaparíamos pronto la trampa de estos impostores que juegan a ser
futbolistas. Del mismo modo que identificamos a compañeros de oficina que aparentan
trabajar, compatriotas de bar que inflan de adornos su currículum, mujeres que
fingen un interés que no tienen y abogados que simulan pagar impuestos.
Desde
la grada de Las Pistas, viviendo la
historia de la Copa del Rey gracias
a Unionistas, veo a más tres mil
personas entregadas a un equipo. El partido avanza y no lo sigo, me pierdo lo
que sucede tratando de localizarme en el banquillo. Pasan los minutos y no me encuentro porque,
los que están, no se esconden.
Unionistas de
Salamanca: Brais, Piojo, Zubiri, Pedro López, Góngora, Portilla (Gallego
45´), Javi Navas (Matthieu 83´), José Ángel, Álvaro Romero, De la Nava y
Garrido (Guille Andrés 62´).
Goles: 1-0 Guille
Andrés (min. 64), 1-1 Borjo Valle (min.82)
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