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Unionistas de Salamanca 1- 1 Salamanca CF UDS
Cinco minutos más. Es la premonición de un desastre. De
niño, cada vez que repetía esta frase a mi madre que reclamaba mi vuelta a casa
desde la ventana, el resultado de este tiempo añadido conllevaba una visita a
urgencias. Todo por alargar un rato más el enésimo mundialito callejero. La
primera vez fue un esguince de tobillo por querer rematar de cabeza un rechace.
La segunda, de nuevo esguince, y, la tercera, una cicatriz que me recorre la
pierna derecha por querer gambetear arrimado al filo del paragolpes de un Seat
124. Por eso, vivo con angustia cada vez que un cuarto árbitro saca el cartelón
con ese número para anunciar el tiempo de alargue.
Nos empeñamos, muchas veces en alargar sin sentido, lo que
ya sabemos que está finiquitado. Minutos de más en los que tenemos todo que
perder y nada por ganar. Aun así, nos empecinamos en tomarnos la última, aplazamos
el momento de sincerarnos con nuestra pareja y volvemos, otro domingo más, a
comer con sus padres o soltamos la frase de “el que marque gana”. Son pequeñas
prórrogas en las que creemos que pueden cambiar las cosas en partidos que, mucho
tiempo antes, dejaron de tener historia. Somos como esos grupos que ya nadie
recuerda, ni quieren que se los recuerde, que deciden reunirse para revivir
una antigua gira sin que nadie se lo haya pedido.
Viendo el derbi entre Unionistas y Salamanca CF no he parado
de rascarme mi cicatriz. He tenido durante todo el partido, la sensación de que
se me estaba abriendo. En el descaso, harto de mi picor, he buscado en internet lo que
podía estar pasándome y me he autodiagnosticado dehiscencia. Creo que,
realmente, lo que me quería decir mi vieja herida es poner en evidencia lo que
pasa en mi ciudad. Tenía delante, ante mis ojos, dos equipos jugándose la vida
por la permanencia y las heridas de años atrás han vuelto a abrirse de nuevo. Todo
a partir del viejo equipo que era de todos y que dejó de ser hace unos años. Sobre
el césped una más de las heridas que, en apariencia cicatrizadas, suturan la
ciudad.
La segunda parte la he pasado inquieto, deseando que acabase
cuanto antes. El problema no estaba en el partido sino porque, detrás de mí, un
aficionado le confesaba a su amigo que su pareja le había dejado, que lo estaba
pasando mal y no sabía cómo hacer frente a su tristeza. Le ha confesado entre
hipidos contenidos que ella se marchó de casa hace unos meses pero que, hasta
ahora, ha fingido ante su familia, ante él y el resto de amigos que su vida
continuaba con normalidad pero que estaba cansado de la impostura.
Para colmo de desdichas decía, estaba viendo el partido conteniendo sus
emociones, rodeado de aficionados del equipo rival y, ante esa tesitura, no le
ha quedado, viendo lo que pasaba en el campo, que confesarse y abrir las
compuertas a su desahogo hasta el minuto noventa. Con su confesión ni su amigo ni yo, hemos podido salir ni un instante de la angustia en la que nos ha dejado su confesión y lo que estaba pasando en el campo.
Tiene que ser jodido que, en un mismo día, ver a tu equipo apostado como un espía en la grada de tu rival
y, a la vez, reconocer que llevas meses viviendo en la impostura. Llevar tiempo fingiendo
que sigues formando parte de una historia que hace tiempo dejó de ser por
seguir autoengañándote. Con el pitido final me he dado la vuelta para ponerle
cara. He visto a un hombre derrotado, con los hombros hundidos, vestido con una
mirada sin esperanza. “Si sabes que no va a volver y sufres porque te ha
abandonado haz como hago yo con tu equipo. Concéntrate en sus defectos” le
ha dicho su amigo, un salmantino con denominación de origen que sabe que toda cicatriz cuenta una historia, encierra algo de belleza, muestra un dolor y su fin. Una memoria con costuras.
Unionistas de Salamanca: Mario, Piojo, Zubiri, Góngora, Albístegui (Matthieu 72´), José Ángel, Gallego, Javi Navas (Óscar González 82´), Álvaro Romero, De la Nava y Guille Andrés (Garrido 72´).