Esta situación de encierro en casa me está demostrando, como
ya lo sospechaba de mí mismo en el caso de guerra, que no sirvo para nada.
Desearía estar en primera línea en la lucha contra el enemigo, haciendo lo que
fuese. Podría ser la voz de los altavoces que nos recuerdan que no debemos
salir a la calle. Haber llenado el barrio con anuncios ofreciendo mi ayuda en
cada farola y en cada cabina telefónica, con mi número recortable, para ayudar
a quien lo necesitase, pero ya no hay ni cabinas ni nunca ha sido recomendable
coger nada de lo que te ofrezca un desconocido. Ahora me doy cuenta que debería
haber prestado más atención a mi madre, haber jugado menos al fútbol para ayudarla
con la costura cuando, en tiempos de economía de supervivencia, se dejaba los
ojos cosiendo vestidos para las hijas de familias ricas por cuatro pesetas, y
saber algo más de hilvanes para convertir el salón de mi casa en una planta productora
de mascarillas… Estos días soy, más si cabe, el mismo quiero y no puedo de
siempre.
Siento envidia y preocupación por mis hermanas. Las dos enfrentándose
cara a cara con el virus, una desde su hospital en Madrid atendiendo a los
enfermos, ofreciéndoles el afecto y la atención que a todos regala, y la pequeña
desde el mostrador de su farmacia donde tiene que hacer, estos días, labores de
psicóloga en una terapia sin pausa contra el miedo. Me gustaría estar en esa
primera línea y que fuesen otros los que se preocuparan por mi y, también,
recibir un poco de la admiración que siento por ellas. Sin embargo, aquí sigo,
esperando en el banquillo la llamada para saltar al campo para ser, como
Cañizares en aquel partido de clasificación para el mundial de Estados Unidos contra Dinamarca que hace poco
repusieron en televisión, un héroe inesperado. El momento no va a llegar, pero
sigo entrenándome a diario para estar preparado cuando llegue la hora.
Hoy, se cumplen siete años desde que mi padre falleciera y,
por primera vez, no vamos a poder juntarnos para recordarle y celebrarle como
más le gustaba: juntándonos todos para comer. Él que sólo estaba pendiente del
calendario para encontrar días en los que poder encender la lumbre, sacar
lustre a la parrilla y preparar otro banquete. No podemos reunirnos, ya lo
haremos, porque para poder reunirnos de nuevo ahora tenemos que echarnos de
menos. Como echarán de menos, los familiares de quienes fallecen estos días, la
compañía, el consuelo y la proximidad de muchos para afrontar la pérdida. Los diarios
cuentan la soledad de los velatorios de estas fechas, la ausencia de abrazos. Pensando
en el día de la muerte de mi padre recuerdo no sólo el momento en el que, nada
más llegar al hospital me comunicaron su muerte. El desgarro, la sensación de
vacío, verme de cuclillas en el suelo, aovillado, sin apenas aire ahogado en un
llanto incontenible. Recuerdo con escalofríos cómo comunicar a amigos, compañeros,
familiares la muerte de mi padre y, al ver a cada uno de ellos, por primera vez a partir de la
noticia, sentía que se me volcaba el corazón. Igual que me pasó las mañanas
siguientes, cuando, al despertar, te recuerdas, tras haber dormido y olvidado,
que tu padre ya no está y no va a estar nunca más. Ese dolor, nos acompaña
desde entonces.
Ahora únicamente tengo como paisaje dos calles por las que
no pasa nadie. Una escena en la que son los pájaros los que caminan por las aceras y,
nosotros, los que les observamos desde lo alto de nuestras ventanas. Los únicos
sonidos que llegan son los cantos de los pájaros y, de cuando en cuando, el
sonido de un coche que atraviesa la calle asemejando el de una ola rompiendo al
tocar la orilla. Fumando en la ventana me doy cuenta de que nos han obligado a
ser solitarios a la fuerza, incapaces por mandato de relacionarnos con los
demás cuando es lo que más deseamos. Condenados a ser pusilánimes que se conforman
con ver las cosas desde lejos, a una distancia prudencial. Apurando las últimas
caladas al cigarro, aprieto fuerte el filtro y le digo, en un mensaje de humo a
quien quiera oírlo, que no tendré valor, que me faltan agallas, que no sé hacer ni decir
lo que de verdad importa pero que, al menos, tengo clara una cosa “NO TENGO
FUERZAS PARA RENDIRME”.