Estamos atrapados en nuestra intimidad. Somos como Oliver Atton encerrado en la jaula del pájaro del St Francis de Benji Price y el Mambo de Julian Ross. Llevamos tres
semanas recluidos sin más escapatoria que salir al supermercado o la panadería
y hacer prófugas salidas al estanco en los días impares. Ya no sé si la vida
real es la de ahora o lo era la de antes. Marta y yo estamos compartiendo
intimidad las veinticuatro horas del día, algo que sólo habíamos hecho durante
una escapada a los Picos de Europa. Ahora, después de tantos días y con las
defensas bajas, nos vemos avocados a compartir nuestras banalidades. Ya no hay
espacio para el ocultamiento, nuestras rarezas se exhiben sin adornos. Así, he
descubierto que se pone un pañuelo en la cabeza siempre que está delante de un
ordenador o, lo peor de todo, que no respeta el pan, se come primero los
cuscurros y tiene una pinza en los dedos para vaciarle la miga dejando solo la
corteza. Ella, por su parte, tiene que hacer frente a mi incapacidad para ver
una película sin dormirme y, volver a verla, apenas unas horas después. Se queda
sin palabras con mi forma de engullir las palomitas, no encuentra explicación a
la misteriosa aparición de calcetines en las zonas más inusitadas de la casa y
no para de decirme que soy un gorila en la niebla por la cantidad de humo que
provoco al freír un filete y el vapor que genero en cada ducha. Dicen que el
amor es la capacidad para compartir rarezas con otra persona, y yo lo
perfecciono diciendo que es encontrar a
alguien con quien no temer humillarte. Alguien con quien poder mostrarte vulnerable,
incapaz, torpe. Y que eso te importe una mierda.
Son las minucias las que nos acaban confirmando como persona
y es la firma que vamos a dejar de nuestra existencia. Esto lo decía Bill
Withers, la estrella del soul de los setenta y ochenta, que abandonó, de un día para otro, los escenarios a los que llegó después de llevar años
instalando retretes en aviones tras haber lidiando con una infancia en la que se
burlaban de él por tartamudo, le compadecían por asmático y ninguneaban por
negro. Pero la belleza para Bill no estaba en el éxito, sino en poder tomarse
una cerveza en el porche de su casa, preparar una barbacoa para su familia y tocar
sin más público que la intimidad de sus amigos.
Hasta ahora, pensé que lo único épico que tendría para
contar de mi vida a mis hijos serían los goles de Fernando Torres en Viena y el
del Iniesta en Johannesburgo. Ahora, podré añadir la experiencia de salir
adelante a un encierro sin más medios que una conexión wifi, una Play Station, dos
ordenadores y el lavavajillas y el horno estropeados para cargar de dramatismo el
relato. Contaré que salía a la calle sin guantes ni mascarilla, que burlaba la
norma del confinamiento para llegar a casa de mi madre y cargarme de tuppers
para tener con qué alimentarnos durante la semana, que en este tiempo
perfeccioné mi habilidad para resolver sudokus y que, sobre todo, aunque el
mundo afuera se venga abajo, una intimidad compartida hace que la vida sea irresistisble.