Lo primero que hago cada mañana es comerme una mandarina gajo
a gajo. Es una rutina, mi mantra particular para no perder la cordura, evitar
convertirme en un salvaje y sacarle rédito a mi educación pública. Estos
últimos días envidio sobremanera a los niños, todo por dos palabras que, en mi
infancia, fueron la primera promesa electoral no cumplida: aprobado general.
Una promesa que lanzaban los profesores que acababan de hacerse con su plaza en
nuestro colegio o los sustitutos que desembarcaban a mitad de curso, ilusos que
se creían capaces de cambiar las cosas y que aún no habían sido engullidos por
el desdén de los funcionarios más veteranos. Era uno tan ignorante con diez
años que pensabas que ibas a pasar el curso sin hacer deberes, pasando los días
de sol jugando al fútbol en el patio, los días de lluvia en una sesión continua
de cine en el aula y que ibas a pasarte el día viajando con la imaginación. Nada
de todo esto acababa por suceder y descubres que, si quieres que la vida te
vaya bien y tengas garantizado un sueldo a final de mes, debes esforzarte en realizar,
el primer día de todo, grandes promesas que no hay que cumplir. Hacer como
Renaldo, el futbolista brasileño que estuvo en el Deportivo de la Coruña, que
el día de su presentación, ni corto ni perezoso, dijo de sí mismo que era una
mezcla de Ronaldo y Rivaldo, y que del primero era igual de resolutivo y goleador
sólo que con una e.
En el colegio no sueles encontrar explicaciones al por qué
de las cosas. De niños no nos queda otro remedio que ir sacando sus
conclusiones de lo que ocurre, haciendo nuestras propias conexiones entre lo
que vemos, lo que oímos, lo que poco que entendemos y lo mucho que imaginamos.
Todo lo que me queda de esta etapa escolar es el recuerdo de mis compañeros de
clase, el gusto al descubrir las películas en versión original gracias a
nuestra profesora de inglés que nos hizo ver Big y Sister Act y las lecturas de
María Gripe, en especial, las de un chaval llamado Elvis Karlsson que “con
seis años ya sabe lo que es fracasar”. Este libro, junto al del chileno Luis
Sepúveda El viejo que leía novelas de amor, son las únicas lecturas
obligatorias que me han gustado en mis veinte años de estudiante. Si algo he aprendido
en esos libros y en el colegio es que todo puede empeorar. Es más, empeorar
puede llegar a ser la mejor opción posible. Por eso creo que lo peor que la
peor opción que nuca podíamos imaginar, un terror infantil, quedarnos
encerrados en nuestra propia casa, sin poder salir, la peor de las
posibilidades, nos puede venir bien.
Creo que nos pasa como ocurre con el fútbol y acabamos
echando de menos a aquellos entrenadores que no ganaban mucho, de los que no
entendíamos sus cambios y menos sus planteamientos. Añoramos delanteros que
fallaban más que marcaban y los porteros que nos regalaban un par de sustos
cada partido. Sólo hace falta que pase el tiempo y vengan otros a reemplazarlos
para que deseemos su vuelta. Ahora me acuerdo de todos esos profesores que prometieron un aprobado general, deseo su vuelta
porque de ellos, como de Renaldo, extrajimos una enseñanza que nunca debimos
olvidar, que existen oportunidades para cambiar las cosas y lo único necesario es contar con el tiempo y la confianza suficiente para aprovecharlas.