La policía recorre la ciudad, con las sirenas encendidas,
recibiendo los aplausos de los vecinos pero no encuentra los míos. Debe ser
el único acto antisistema que me permito estos días. El resto de normas y
recomendaciones trato de acatarlas a rajatabla. No les aplaudo y no me siento
mal por no hacerlo porque, desde la adolescencia, la miro con recelo. Todo por
impedirme conseguir las cosas antes de tiempo. Cosas sin importancia, no he
sido nunca ambicioso en mis pretensiones. No he querido enriquecerme por la vía
rápida ni lograr un lugar que no me corresponda. La policía me lo ha puesto
difícil impidiéndome beber en la calle , dificultando mi acceso a drogas
blandas obligándome a atravesar la ciudad para conseguirlas o aguándome una
nochevieja por ser el único tonto que había en la tienda al que pillaron
robando. Quizá le deba también este mérito, ser el último tonto del año en ser
pillado y tener el honor de inaugurar los juicios rápidos en Salamanca. Aun
así, voy a seguir negándome a aplaudirles y escuchando las canciones más
canallas del rock urbano español para no perder de vista mis principios, pero que
esto no me impida obtener mi diploma por superar el Estado de Alarma con buena
actitud, comportamiento y una gran sonrisa. Pueden dejármelo en el buzón si
quieren.
Uno cambia conforme van cambiando los discos, los grupos
de música y las listas de reproducción que escucha. No cambiamos tanto. Si
atiendo a los temas que más he escuchado en los últimos tres años, según mi Spotify,
no he cambiado en absoluto por mucho dinero que haya invertido en renovar mi armario. Si
hay algo que cambia de forma acelerada y conforme al ritmo de las demandas de las exigencias del mercado y la patronal es la
plantilla del Granada, como lo hacía en su momento el Atlético de Jesús Gil, un
universo nuevo cada nueve meses, despido barato y exigencia máxima. Cambiar, mejorar constantemente, actualizarnos,
optimizarnos para estar al día es un mensaje que nos llega continuamente y por todos los flancos. Sin embargo, aquí
estoy yo parado en el tiempo, escuchando la misma música desde hace años a la par que atiendo las labores domésticas. Me
piden que me recicle, que aprovevche este período para ponerme al día, porque el mundo cambia y pretenden
que resuelva este problema solito para que me haga responsable de mis propias pesadillas. Estoy haciendo una forrmación online de marketing pero me parece más un curso de inglés, y, a la vez, estoy pendiente de terminar mi solicitud de admisión
para un máster en una prestigiosa escuela de negocios para la que he tenido que
redactar, ojo al nombre, una carta de motivación. Algo así como contestarle al
padre de tu novia a su interrogatorio sobre las intenciones que albergas con su hija o las respuestas tipo que ofreces a tu presidente en el Footboall Manager. Estoy en ello y la documentación está lista, estoy pendiente de que me llegue mi diploma
del Estado de Alarma para adjuntarlo y que aumenten así mis posibilidades
de acceso.
La última carta que escribí la escribí con trece años, el
verano del Mundial del 94, pocos días después de que la Italia de Baggio
nos eliminara en cuartos. Me acuerdo que la escribí con mi camiseta recién
comprada de nuestro verdugo y que, con ella puesta, me sentía un provocador en
su primera acción antisistema. Era una acción de bajo riesgo y poca exposición
al hacerla en pleno verano en Torremolinos pero, a mi manera, ahí queda para
mi biografía mi primer acto de rebelión paseando arriba y abajo por la calle
San Miguel, como un hincha de River en la Bombonera, con la mirada endurecida, Mano Negra sonando en mis walkman, la
sonrisa contenida, un bigote incipiente y los restos de un Frigopié en la
comisura de los labios. Ahora, seis Mundiales después, escribo una carta de
motivación repleta de pensamientos positivos, hablando de oportunidades, mi
pasión por afrontar nuevos retos y de mi capacidad mental para tratar cada
problema como un desafío. He añadido un también un pequeño apartado para que
quede bien a las claras que tengo una vida repleta de felicidad y cargada de
significado. He guardado unas líneas para la honestidad, admitiendo que tengo
algunas limitaciones bastante banales como el un cierto desorden en mi espacio
de trabajo y mi gusto por las cosas bien hechas. Por último, he añadido un vínculo
a mi pinturero perfil de Linkedin para culminar en un in crescendo apoteósico.
Tengo claro que la respuesta va ser un sí rotundo a mi admisión.
Estoy en tal estado de euforia que, ayer, justo después de
aplaudir no puede esperar más y envié la carta. Apenas doce horas después me
han contestado diciéndome lo encantados que están con lo que les he contado, que por
supuesto estoy admitido y que creen que tengo muchísimo para aportar en el
máster. Rápidamente, me he apresurado a seguir adelante en mi proceso de
matriculación excepto, un último paso, el de mi cuenta bancaria para efectuar
los pagos. Es ahí, suspendido en se paso, donde me voy a quedar homenajeando
a Bartleby, el personaje de Melville. Y como él, cuando desde la
administración de la escuela me llamen para decirme que me apresure a completar
ese paso les responderé como él hacía a sus superiores “Preferiría no
hacerlo”. Lo hago porque, como las barreras en un lanzamiento de falta al
borde del área, alguien tiene que mantenerse quieto y firme para evitar otro gol por la escuadra. Re-sis-ten-cia.