Quién no se harta alguna vez de todo. No hay recetas
suficientes ni harina en el supermercado que nos permita sobrellevar, a todas
horas, este encierro con alegría. Antes o después no te queda más remedio que
explotar por muchas torrijas, bizcochos y pasteles que hayas cocinado para edulcorar
la rutina. Y explotas de la única forma que puedes, saliendo a la calle sin un
motivo. Y, apenas medio minuto después, viéndote en la calle con los kioscos
cerrados y sin una bolsa de la compra de la mano caes en la cuenta de que hay
una conspiración en tu contra y que, aunque tengas que enfrentarte con todos,
sólo tú tienes razón. Te sientes como Mario Ballotelli, arrastrando la
percepción de que todos piensan al contrario que tú y que tu acto de rebeldía
está cargado de épica, porque sabes que es una batalla que tienes perdida, que
es imposible ganar y, aun así, has decidido pisar a fondo el acelerador y, por
eso, estás en la calle sin nada a lo que sujetarte.
Ya son varias la veces que me descubierto en la calle sin razón
aparente en este mes. Me evoca a mi adolescencia cuando burlaba los castigos
que me imponían mis padres sin salir, escapando arrogante de su tibia
vigilancia porque uno en esos momentos cree saberlo todo y más listo que nadie
por haber conseguido escapar. Me recuerdo que salía hinchado de orgullo por
haber logrado salir pero que, pasado el primer momento de euforia, me empezaba
a agobiar, cada minuto que pasaba, con conseguir las fotocopias que me
sirviesen de justificante para mi salida. Yo anteayer salí, no llevaba tickets en el bolsillo ni bolsas con la compra en el maletero por lo que también volví a casa con una fotocopia, eso sí, de la multa de doscientos euros que la Policía Local me acababa de poner. Hoy los justificantes son otros, sin
un motivo laboral que poder alegar a causa del ERTE en el que me veo inmerso
siempre hay una razón para escapar de las cuatro paredes de tu casa y que alguno de mis vecinos emplea sin la
menor de las cautelas pero, sobre todo, sin levantar sospechas: arrancar el
coche. Se valen de su trayectoria previa de cuidar como si de un hijo se
tratase a sus coches y de haber exhibido ese afecto con descaro durante años. Ahora,
sabedores de que tienen su salvoconducto, se ríen en sordina dentro de su vehículo de todos los que, apostados tras las ventanas, les observamos con envidia.
Uno no debe dejar pasar las oportunidades que te ofrece la
vida para equivocarte y enfrentarte a ella sin máscaras, protecciones ni
árbitros que medien en tu particular batalla como Arda Turan lanzando la bota al liner cuando jugaba en el Atlético de Madrid. Y así vamos, confinados o no,
queriendo ir hacia delante, sin soltar el pie del acelerador, queriendo que la
película de la vida pase rápido y nos sitúe en el lugar que habíamos soñado. En
la vida no hacemos otra cosa que buscar nuestro lugar en el mundo y, puede que,
no lleguemos a encontrarlo nunca. De este modo encerrados como estamos hoy, nos
frustramos porque seguimos con la mirada fijada en el porvenir, incapaces,
estos días, de utilizar nuestros trucos habituales de trileros para apresurar
su llegada. Frustrado te sorprendes, de repente, en la calle, fuera de casa, sin
saber qué haces ahí porque queriendo ir deprisa, sólo pendiente de lo que está
por llegar, has dejado de mirar a los lados que es donde encontrar a los que
están. Buscamos dosis excesivas de felicidad, alegrías salvajes con las que adornar
nuestros días y llenar de contenidos las redes sociales. Sin embargo, los mejor
preparados son los que se alimentan de las pequeñas cosas, como tener limpio a
diario el coche para ir de visita al pueblo el domingo, los que sonríen al ver
que sus jugadores de la Liga Fantasy salen en el once titular y de
quienes disfrutan de los que tienen al lado tanto, que no necesitan hacerse una
foto para recordarse que están juntos en esta y en todas las batallas.