Desde mi ventana veo merodear a varios de los que llevan
años apostados en las calles del barrio. Son personas que nadie echa de manos
en su casa ni tampoco nadie va a echar de la calle. Mantienen sus rutinas y sus
hábitos de siempre sólo que, ahora, los hacen sin gente que les mire ni poder
mirarlos. Me fascina imaginar qué pasará por sus cabezas y qué se contarán a sí
mismos de lo que estamos viviendo. Les veo desde la tranquilidad de mi casa en
la que mi conexión a internet me garantiza el teletrabajo, mis aplicaciones
para hacer videollamadas y la suscripción a las plataformas audiovisuales
ayudan a que el tiempo corra y que esta resaca permanente que es el
confinamiento, como decía Íñigo Domínguez, sea menos dolorosa.
La otra ventana a la que me asomo con frecuencia es la
pantalla del televisor. Viendo la última sesión en el Congreso para decretar
una nueva prórroga del Estado de Alarma, me dí cuenta, al igual que al mirar a
la calle que, cada uno, nos construimos nuestra propia historia. Nuestra
verdad, que nos permita encontrar una explicación a lo que ocurre en base a nuestras
creencias, nuestra ideología, nuestro estado emocional y nuestros intereses
personales. Lo hacemos pensando que tenemos la versión más verdadera de lo que
sucede, de lo que vemos, y que son los demás quienes están equivocados. Este
sesgo psicológico ha sido muy explotado en las películas de Tarantino,
en Amores Perros o en la premiada Crash, y se le conoce como el Efecto
Rashomon. Es también el culpable de que siempre tengamos cerca un cuñado
que sabe más y tiene mejores soluciones que cualquier experto, sea del tema que
sea.
En el mundo del fútbol este sesgo también está muy presente.
Lo ponemos en marcha para valorar una jugada polémica, juzgar la trayectoria de
un equipo o el rendimiento de un jugador. Cada aficionado tiene su propia
versión. Sin embargo, hay ocasiones en las que el relato de lo que ha sucedido
tiende a ser unánime. Un ejemplo, de esta unanimidad ocurrió en el Mundial de
1974 disputado en Alemania. En el último partido de la fase grupos se
enfrentaban las selecciones de Brasil, vigente campeona, y Zaire, que hacía su
debut en la Copa del Mundo y que venía de proclamarse campeona de la Copa de África.
En el minuto 78 del partido, se produce una falta al borde
del área en contra del equipo africano. Tres jugadores brasileños se colocan
alrededor del balón para patear la falta esperando el pitido del árbitro, la
barrera de Zaire, inquieta, aguarda el lanzamiento. Cuando suena el silbato,
los brasileños sorprendidos, ven cómo el defensa Ilunga Zwape sale de la barrera
y golpea el balón al campo contrario. El árbitro, ante el asombro de los
cariocas, se acerca al jugador y le muestra una cartulina amarilla. Instantes
después los espectadores que presencian en el Walsdtadium de Frankfurt el
partido estallan en una carcajada. Los comentaristas del partido comienzan a
burlarse y a achacar la causa al desconocimiento de las reglas del juego a los jugadores
de Zaire, calificados como salvajes ignorantes. Durante años, esta explicación
era unánime entre todos los aficionados al fútbol cada vez que rememoraban el
episodio y a Zwape como el mejor payaso que jugó una Copa del Mundo.
Décadas más tarde, encontramos la verdad explicada por los
protagonistas del suceso. Zaire, en aquellos años bajo el mandato del dictador
Mobutu, acudió al Mundial de Alemania bajo incontables promesas de recompensa y
reconocimiento para sus seleccionados, que salieron del aeropuerto despedidos
como héroes nacionales. Bien, tras la derrota en el primer partido ante Escocia,
la cosa cambia. Mobutu decide eliminar las primas prometidas a sus jugadores
que, en un acto de rebeldía, deciden saltar al campo al siguiente partido sin
el menor espíritu competitivo. El resultado, nueve goles encajados frente a Yugoslavia.
Las amenazas ante esta afrenta por el dictador van en aumento y, para el último
partido, los jugadores son avisados de que, en caso de perder por más de tres
goles frente al combinado brasileño, no podrán regresar a su país.
Los africanos saltan al césped amedrentados. A los diez
minutos encajan el primer gol. Incapaces de sacudirse el dominio brasileño ven cada
minuto que pasa como una pequeña victoria. Llegan al descanso extenuados. En la
reanudación el dominio sigue siendo total. La tensión empieza a hacer mella en
los africanos y reciben el segundo gol anotado por Rivelino. Los minutos comienzan
a durar horas para los subsaharianos, el miedo les atenaza y las piernas no
responden. Una expresión de furia contenida se trasluce en sus rostros. Llega
el minuto fatidico. Falta al borde del área. Suena el silbato y Zwape, presa
del pánico a no poder regresar a su casa con su familia, se rebela ante los
caprichos de su dictador y patea el balón con toda su rabia. Su objetivo, ser
expulsado para dejar de sufrir en el campo. Él juega para divertirse y dar un
motivo de alegría a sus compatriotas. Vuelve a la barrera y, desde ahí, ve cómo
Valdomiro patea y hace el tercero. Por delante diez minutos de angustia.
Mientras, el resto del mundo sigue carcajeándose de su acto pasan el tiempo y
el resultado no vuelve a moverse. Con el pitido final los jugadores respiran
aliviados y lloran en silencio sabiendo que pueden volver a sus casas.
La verdad y la mentira son, como la realidad, inabarcables.
Existen numerosos factores que intervienen, a menudo de forma fortuita, provocando
que no tengamos capacidad para explicarlo todo. Sigo apostado a la ventana y,
cada vez que veo pasa a alguien, caigo en la cuenta de la cantidad de detalles
que enriquecen la vida. La de historias que podemos llegar a construir y contar.
Tantas como emociones experimentamos a lo largo de un día, y esto es lo bonito
de vivir. Saber que en lo humano, en lo social, e incluso en el fútbol, podemos
encontrar una explicación a casi todo.