La vida continúa a dos metros de distancia, pero siento
que ya estamos más cerca. Los días que quedan medirán el tiempo que
tardaremos en recorrerlos y en recuperar nuestro futuro. Llevamos quince días
en los que recuperamos la oportunidad de caminar por la calle y, después de
este tiempo, sigue dándome la sensación de que la mayoría no vamos a ningún
sitio. Los pocos que sí lo saben caminan para reunirse a las nueve, ataviados
con banderas de España a modo de capa y una cazuela como arma con la que combatir
a su enemigo, hartos de no tener donde ir a gastarse su dinero. El resto, los
que caminamos sin rumbo, seguiremos sin tener dónde gastarlo porque ir al bar,
que era nuestra única actividad esencial, seguimos sin poder hacerlo.
La verdad que estos días ha sido un lujo y un privilegio
pasear por Salamanca. Podemos caminar recuperando la esencia de hacerlo sin
otro motivo que el propio deambular por las calles. Porque sí. Recorrer la
ciudad sin un fin utilitarista que te diga dónde ir, por qué andar hasta allí y
en qué medio hacerlo, es un acto de rebeldía, una forma de recuperar nuestro
tiempo tras el confinamiento. Es volver a sentir la dimensión colectiva, que
hace semanas encontramos en los aplausos de las ocho, y, a su vez, nuestra
dimensión individual escondidos detrás de nuestra mascarilla.
Nos quedan dos metros por recorrer y parece un camino interminable.
Me siento ante esta distancia como deben sentirse los futbolistas cuando, en
una tanda de penaltis, se dirigen desde el centro del campo hasta el punto que
señala los once metros. Andrea Pirlo, brújula de la Juventus y de
la selección italiana, dice en sus memorias que este recorrido “es un camino
interminable y terrible hacia tus propias angustias y, justo antes de lanzar,
sientes que te recorre un tibio escalofrío que es, con mucha diferencia, el
sentimiento más puro que jamás he experimentado”. De la misma forma me he
sentido al reencontrarme con familiares y amigos por la calle estos días.
Angustiado mientras te aproximas y, tras la descarga eléctrica que te toma al
cruzar la barrera de los dos metros, sentirte liberado y reconfortado al tener
a alguien querido entre los brazos.
Esta desescalada es como una tanda de penaltis,
repleta de carga dramática, donde cada lanzamiento es una petición para pasar
de fase. Un acto cargado de capacidad técnica y de control emocional en la que,
nuestros gobernantes, deben buscar el equilibrio de ambas. Psicología en estado
puro. Expertos como Geir Jordet y Ben Lyttleton, estudiosos de
los factores mentales que más condicionan en una tanda de penaltis, que la
duración del tiempo muerto que hay entre el fin de la prórroga y el primer
lanzamiento, la espera en el círculo central y el camino a recorrer hasta patear
al balón marcan el éxito el fracaso de cada lanzador.
Nunca habíamos llegado tan lejos al enfrentarnos a una
situación como la que vivimos y estamos, como un gran equipo enfrentado a un
rival menor, expuestos a la lotería de los penaltis por haber subestimado la
capacidad de nuestro adversario. La cara de Pedro Sánchez me recuerda a la Gary
Southgate al fallar el penalti ante Andreas Kopke, que privaba a Inglaterra
de alcanzar la final de la Eurocopa del 96 en la que era anfitriona. El
rostro de alguien que sabe no estar preparado, como creo que tampoco lo habría
estado nadie, para vivir algo así. Mientras se resuelve el resultado, voy a
seguir recorriendo la ciudad sintiéndome Pirlo para meterle un golazo a este
bicho de mierda y salir corriendo a abrazaros a todos.