Todos los veranos me gusta engancharme a un culebrón. En estos
períodos de tiempo libre me ayudan a pasar mejor el calor y a tener unas
digestiones más llevaderas. Así, de pequeño me quedaba pegado a la pantalla
viendo a Jeannete Rodríguez en Cristal, vivía angustiado con la
vida desdichada de la ciega Topacio o con la no menos enredada historia
de Abigaíl. Con el tiempo y la madurez cambié estas historias
rocambolescas por las portadas veraniegas del Marca para seguir alimentando
mi vena dramática.
Lo que somos, perdón, intentaré ser más preciso, lo que
creemos que somos casi nunca es lo mismo. Mejor dicho, como David Peace
pone en boca del entrenador británico Brian Clough que hizo doble
campeón de Europa al Nottingham Forest “la gente me quiere por lo que
no soy y me odia por lo que soy”. Así, de forma paulatina y sin darnos
cuenta, vamos mutando de personas a personajes. Ejemplos de esta transformación
la actualidad nos los ofrece casi a diario y afecta tanto a periodistas, a la
realeza, como a peluqueros, cantantes… Nadie escapa a este juego del ser y el
parecer. El fútbol no iba a ser menos.
Son muchos los nombres que en el universo del fútbol, con el
tiempo han ido deviniendo en personajes. El primero que me viene a la cabeza es
un hombre bigotudo e histriónico que entrenó al Logroñés en los noventa: David
Vidal, que gracias a El día después se convirtió en un hombre
entrañable para toda mi generación. Otro que me viene a la mente es Jesús Gil y
su archienemigo presidente del Compostela Caneda. Guti, Clemente,
Andújar Oliver, Ziober, Amunike… son sólo unos pocos nombres de una larga
lista de quienes, a consecuencia de una anécdota, por tener un mal día o
simplemente por estar en el lugar equivocado en el momento menos oportuno,
tienen que reconstruir el relato de sus vidas alrededor de ese instante.
Los hay que viven alrededor de un gafe como el “Mono”
Montoya que equipo en el que jugaba equipo que descendía, de las expectativas
desmedidas de una aparición fulgurante como la de Robinho y sus bicicletas
en Cádiz, del asombro una vida de leyenda como la de Rufai o de no tomar
en serio al talento balcánico por los hábitos con el tabaco como sucediera con Prosinecki.
Los hay también que edifican su carrera por un solo momento de gloria, de un
pasaje efímero o de unas semanas de inspiración con la que tratan de amortizar
toda una carrera.
Todos vivimos, a ojos de los demás, instalados en modo
personaje en la mente de la mayoría. En mi caso hay quien me recuerda
únicamente por mi capacidad para desmayarme en el momento más inoportuno, hay
quienes me recordarán por la vez que me cagué encima en mi primer día de
instituto y quienes sólo me asocian al lugar en el que he trabajado. La diferencia
de un mediocre como yo y los futbolistas, es en la única comparativa de la que
saldré vencedor, es que basta con cambiar de instituto, de barrio o de ciudad
para resetear gran parte de mi biografía.
Álvaro Romero, el hábil extremo de Unionistas de Salamanca, ha
querido encasillarse en un gol al Real Madrid en Copa que no consigue sacarse
de la cabeza y que, pocos fuera de la afición salmantina, recuerdan así como en su papel de reportero dicharachero en sus
apariciones mediáticas durante aquella semana de enero a principios de año que, hoy, nos
parece tan lejana. De repente se ha visto, enfrentado la verdad de la cruda
realidad, como cuando, en las primeras incursiones nocturnas conseguías besarte
con la chica más guapa del bar y, por arte de magia, te soñabas cada fin de
semana viéndote abordado por las chicas más despampanantes del lugar que se te
acercaban moviendo la cadera al ritmo de la música de DJ Kun.
Así ha debido pasar estos meses el sevillano, como un
adolescente embobado por los cantos de sirena escuchando una melodía que sólo
suena en su cabeza, soñando con que vendrían hasta su lugar de la barra una
fila de pretendientes a agasajarle. Puede que así haya sido. Eso sí, quizá el
bueno de Álvaro se haya sobresaltado y encontrado perdido al darse cuenta de
que alguien tiene que pagar la ronda. Que hay muchas relaciones que comienzan
en un bar y acaban en el juzgado. No hay nada de malo en reconocer que se ha
querido vivir una aventura y se ha fracasado. Todo lo que cabe responder, ahora
que como el amante derrotado que vuelve a casa, a un “Y si te quedas, ¿qué?”.