La ciudad está llena de solitarios dominados por la nostalgia del pasado. Sentados en las terrazas, en los bancos de calles y parques, parados a la puerta del ayuntamiento todos practican una melancolía ensayada, mientras miran y callan contemplando el horizonte. Como si esperasen a alguien que está por venir o algo que debe pasar. Cada tarde, perseverando, se mantienen en sus sitios y esperan mientras no pueden dejar de evocar el pasado. Se trata de un ánimo de leve tristeza. Una forma de estar fácilmente contagiosa que rápido se extiende mostrándote recuerdos de la infancia, de años pasados, que van dejando en la mirada y en el aplomo un poso de melancolía.
Me gusta imaginar, mientras espero, de dónde viene la gente que cruza la plaza y a qué lugar dirigen, qué harán cuando nadie les ve. Recreo con suma facilidad en mi cabeza una vida completamente distinta a la imagen proyectada de lo que aparentan ser. No hay mejor lugar para dejarse llevar por este juego que la Plaza Mayor de Salamanca. Aquí sentado han sido muchos los ancianos que, cargados con un maletín y andar desenvuelto, he imaginado haciendo conspiraciones para derribar la catedral. Cientos son los jóvenes que he visualizado, en sus habitaciones de estudiante, pasando, bajo el calor de unas faldillas, su último desengaño amoroso escribiendo mensajes amenazantes en punto de cruz. Me gusta fantasear porque solemos equivocarnos en nuestras predicciones sobre los demás.
En mi caso he sido víctima de muchas predicciones acerca de mi porvenir. Mis profesores en secundaria me auguraban un futuro profesional de baja cualificación, mucha economía informal y, probablemente, algún que otro problema con el cumplimiento de la legalidad vigente. Al tiempo que suponían que mi vida adolescente vagaba en la vorágine de una familia desestructurada, carente de afectos y sin un mínimo de preocupación por el devenir de sus integrantes. Estoy en condiciones de afirmar que se equivocaban por completo así como re reconocer que he metido la pata en innumerables ocasiones por el mismo motivo.
Uno de las mayores equivocaciones que he tenido en mi vida tiene como protagonista a Bogdan Stelea. Sí, sí, el portero rumano, calvo, de casi dos metros de altura, hombros como murallas y manos como mazas. Uno de esos tipos que da miedo con sólo mirarlo y que una imagina como cabecilla de un grupo de “desokupadores”. Pues con mi insolencia adolescente no tenía otro oficio que, cada quince días, apostarme detrás de la portería del fondo sur para criticar a voz en grito cada una de sus acciones. Le llamaba de todo y, en sus ojos, creía ver la expresión de alguien que te machacaría pero sabe que, en ese momento, eres intocable. Como digo, pasé aquella primera temporada, la de las noches mágicas, más pendiente de aguarle la velada al guardameta que de disfrutar con lo que se estaba viviendo en el Helmántico.
Qué orgulloso me sentía de ser tan descocado y cómo alardeaba de ello antes mis amigos de entonces, sin sentir ningún temor ante posibles represalias. Toda hasta que una noche camino del O´Haras, justo después de la parada previa para orinar en la calle Especias, me topo de frente con Stelea y Marco Lanna. Gracias a que acababa de terminar no me lo hice encima, agaché la cabeza y esperé, sin saber si respiraba, a que pasaran sin más. Respiré aliviado cuando vi que continuaban su camino.
Dos días después, jugábamos el último partido en casa frente al Mallorca, equipo en el que el cancerbero había jugado años atrás, y allí estaba listo a amargarle la tarde recordándole su pasado como mallorquín desde el primer minuto de calentamiento. Según saltaron los jugadores al campo a trotar, en cada vuelta al campo, ya estaba yo lanzando mis proclamas ensayadas durante toda la semana. El bueno de Bogdan ni siquiera me miraba. Sólo me parecía identificar en él una media sonrisa. Crecido ante su falta de respuesta, continué dando rienda suelta a mi gritona verborrea. Así hasta que, al acercarse a hacer los ejercicios específicos en la portería, vi como bordeaba la portería con los guantes en una mano y la toalla en la otra, se acercó a la valla. Me pidió que me acercara. En ese momento, reconozco que el mundo se paró, no sé de dónde obtuve el oxígeno para continuar respirando, estaba instalado en el pánico absoluto. Stelea me pidió que me aproximara aún más que tenía algo que decirme y me tendió su toalla. Acercó su boca a mi oído y, sonriendo me dijo, al igual que la otra noche y ahora -dijo mientras me miraba de arriba abajo -, después de mear hay que limpiarse las manos. Dio media vuelta y allí me quedé, petrificado junto a la verde valla, con la toalla en la mano viendo cómo una mancha de humedad se iba extendiendo por mi entrepierna.
Todas las veces que me han tachado de estúpido han sido ciertas y sólo me he limitado a cumplir con la expectativa entre los que me conocen bien, he reflexionado mientras apuraba el café con leche. Con el último sorbo he recordado la historia de Heidy Lamarr, la actriz que inspiró a los dibujantes de Blancanieves y Catwoman, que pasó su existencia queriendo escapar de su imagen de icono sexual de los años 40 y ser reconocida por sus aportaciones al mundo del conocimiento. Lamarr fue una figura clave en el desarrollo de las técnicas del salto de frecuencia que son la base de tecnologías como el wifi, el GPS, bluetooth y que, en aquellos años, resultaron clave para la derrota del ejército alemán ya que permitía descubrir la posición de sus submarinos. “Cualquier chica puede parecer glamurosa, todo lo que tiene que hacer es estarse quieta y parecer estúpida”, afirmaba como se puede ver en el documental Bombshell: la historia de Heidy Lamarr.
Lo peor que puede pasar es que esperen demasiado de ti. Sólo da lugar a decepciones, broncas y muchas desilusiones. Temo que Ansu Fati caiga víctima del exceso ahora que, tras los dos goles con la selección, lo encumbran como el sustituto de Messi. Lo mejor a lo que podemos aspirar en la vida es a no decepcionar y, sabemos que, antes o después, alguien caerá víctima de esperar de nosotros algo de lo que no somos capaces. Marta va, poco a poco, dándose cuenta que no ostento ninguna verdad vital y que, ataviado con mis zapatillas de velcro, no le inspiro otra cosa que compasión. Sólo deseo que, cuando seamos padres, logremos que a nuestr@ hij@ no le decepcione la vida, que todo lo que podemos hacer es esperar lo mínimo, disfrutar del viento y que, como decía Nabokov, basta con tener claro que “la vida es bella, la vida es triste, y eso es todo lo que hay que saber”.
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