El fútbol es, en esencia, un deporte de engaño. Un intento de escapar de los rivales mediante el arte del regate, la finta, el tiro con efecto y, con el uso del teatro, la burla o la impostura hacer todo lo posible por no llamar la atención de la mirada inquisitiva y aviesa de árbitros y jueces de línea. Si uno se quiere ganar la vida como ariete, como muy bien sabe Luis Suárez, hay que saber aparecer cuando no te buscan los primeros y desaparecer cuando sabes que te están buscando los segundos.
Sucede que, ahora con el videoarbitraje, se hace cada vez
más difícil escapar. Si el VAR existe es porque no creemos en la honestidad del
ser humano, de la misma forma que existen los radares de velocidad en
carretera, los inspectores de hacienda y tenemos que fichar en el trabajo. Viendo
al uruguayo en su despedida del Barcelona, entre lágrimas, preguntándose por
qué creen que le hace daño a Messi y al club, me ha recordado a Cristian, un
chaval rubio que era la trasmutación en carne de una estampa de comunión, que
pasó unos meses en mi colegio, al que a mi madre adoraba y del que no nos
explicábamos cómo, cuando se marchaba de mi casa, se pasaba muchas tardes robando colonias en el supermercado.
La vida no es más que una cuestión de confianza y
credibilidad, sino que se lo digan a nuestros políticos, y a
Luis Suárez. Esta el delantero, despidiéndose de sus compañeros, de la prensa,
del club, diciendo que él no le hace mal a nadie y, en el mismo día, aparecen
en prensa noticias en las que se le acusa de haber copiado en un examen, mejor
dicho, de conocer las preguntas de un examen de italiano, al que acudió la
semana pasada para obtener la nacionalidad, antes de hacerlo y así tener
preparadas las respuestas.
Si hay algo con lo que sueña un estudiante, corrijo, un mal
estudiante, es contar con las preguntas de cada uno de los exámenes a los que
nos expone la vida. Esto lo descubrí en el verano del noventa y tres en el que
tuve que sufrir porque don Fermín decidió que no aprobase sociales en junio,
acusándome de no haber estudiado nada. No le faltaba razón. Habría bastado con
que hubiese dedicado un par de horas la tarde anterior pero me fue imposible.
Esa tarde y los días previos vivía en una ensoñación.
Llevaba meses esperando el estreno de Parque Jurásico. Aprovechando
cada mínima oportunidad para hablar de velociraptores o de diplodocus. Vivía en
un permanente estado de éxtasis porque, por primera vez, íba a poder ver un
dinosaurio. En los noventa el único lugar donde uno podía presenciar los
grandes acontecimientos de la humanidad y de la vida era el cine. No fui solo,
sino que fui con Cristian, bien untados de colonia Boston, y con dos chicas de
octavo a las que mi colega había invitado.
Disfruta de lo que vas a vivir esta tarde, me dijo mi amigo
y, tomando nota de su petición, no dejé pasar por alto ningún detalle de la película al que añadía comentarios a mi acompañante que, ya más mujer que niña, soportaba
resignada con los brazos cruzados y una mueca de desdén. Decepcionada, esperando durante dos horas en la penumbra de la sala de cine algo más parecido a la
merienda entusiasmada de besos que Cristian y su amiga disfrutaban que a las
intrascendente dulzura que mi bolsa de gominolas le estaba ofreciendo, decidió no decir palabra en toda la tarde.
A la mañana siguiente, al llegar a la puerta del colegio, me
esperaban la sonrisa burlona de Cristian, el desprecio de Minerva, mi pareja
del día anterior, y el examen de don Fermín. Como es de suponer, en el examen no
di ni una. En apenas dos días, había fracasado en mi primera cita y liquidado la confianza de mi tutor. Pasé los dos meses siguientes pagando penitencia de ese fin de
semana: estudiando a diario, sin campamento y con visitas con cuentagotas a la
piscina. Fue el verano más difícil de mi vida que superé gracias a los
recuerdos grabados a fuego que la película dejó en mi cabeza, la lectura diaria
del Marca, el tercer Tour de Induráin y a la ilusión que me despertó el fichaje
de un rubio futbolista llamado Antonio Díaz por la Unión Deportiva Salamanca.
Estudié como nunca y el verano pasó de largo. Aprobé el examen y pude promocionar a octavo de EGB. Todas las restricciones que me habían sido impuestas quedaron anuladas y, lo primero que hice, tras presentar las notas a mis padres fue salir corriendo a renovar mi carnet infantil de socio. Estaba deseando comprobar de primera mano si hay futbolistas rubios que juegan bien a la pelota sin ser extranjeros. Me lo imaginaba como el Prosinecki salmantino, un rara avis atesorando un dechado de clase, talento y con toque exquisito .Como ocurría con los dinosaurios teniendo que ir al cine para descubrirlo, la única manera de comprobar lo que se hablaba e imaginaba de un futbolista era cierto sólo podía hacerse yendo al Helmántico a verlo.
Desde la grada del fondo sur, en aquel primer partido de temporada frente al Talavera, cuando mediada la segunda parte Díaz, saliendo del banquillo, saltó al campo, se hizo con la pelota y, en su primera intervención, filtró un pase entre líneas con el exterior buscando el desmarque de Quico, una frase que Jeff Goldblum pronuncia en la película salió de mis labios“la vida se abre camino”.