Nuestro mejor fichaje de invierno es un nuevo sofá. Ya lo tenemos todo listo y, el pasado sábado, salimos a recorrer los polígonos en su búsqueda. Pasamos los días anteriores visitando catálogos, analizando posibles disposiciones, tomando medidas, siendo puntillosos y dejando claro el presupuesto. Tras mucho análisis y preparación previa Marta y yo nos presentamos como buenos ojeadores a la caza de una ganga en la que nadie más hubiese reparado antes. Lo teníamos todo previsto salvo una cosa.
En nuestra
planificación pasamos por alto el hecho de tener que probar, una a una, las
opciones que manejábamos. Así, en nuestra primera visita, nos encontramos tan despistados
como Bill Murray recorriendo Tokio en Lost in translation,
rodeados de tecnicismos, costumbres y consideraciones que los amables vendedores
nos hacían al exponer las virtudes de cada sofá. Nos pedían valorar aspectos
como la acogida del sofá, las caricias de las distintas tapicerías, el efecto
de contraste con el hilo, la dirección de las costuras… Todo esto antes de que
desplegaran ante nosotros una gasa higiénica para que nos sentásemos a vivir de
primera mano cada una de las bondades que nos acababan de presentar.
En apenas una un par horas estábamos agotados de
sentarnos. Tener que evaluar algo, ante la mirada avara de los vendedores, en apenas diez segundos por las sensaciones generadas en el culo, acomodándote en un
rincón del sofá y sentándote como lo harías en la sala de espera de un hospital, nos resultó algo de lo más extraño. Cierto es que es algo que no haces todos
los días y que es una experiencia que apenas vivirás un par de veces más en la
vida. Si tiene algo de memorable es la sensación de estar protagonizando un gag
de Martes y Trece. Creo que el trabajo de los ojeadores es como ir a
comprar un sofá. Vas con una idea, elaboras una lista de atributos deseados, has peinado con detenimiento el mercado, comprobado y revisado gran cantidad de datos y conoces las estadísticas al dedillo, visionado partidos y, cuando te
enfrentas cara a cara con las opciones, al final tomas una decisión basada
únicamente en la intuición.
Akinsola llegó a la Unión Deportiva Salamanca como si el entonces director deportivo, Miguel Montes Torrecilla, hubiese salido a comprar un sofá. Seguro que para su adquisición valoró el rendimiento en torneos como la Copa de África juvenil de selecciones, su posible proyección como futbolista muy joven y todo su margen de mejora… Pensando que estaba actuando como un zorro adelantándose al resto y consiguió el transfer del futbolista con el gesto satisfacción que te da la impresión de estar ante el negocio de tu vida. Llega el momento de la realidad y, por un giro inesperado del guión, aparecen un montón de factores que no has considerado: la adaptación al nuevo entorno de un chaval procedente de Nigeria, sus hábitos alimenticios, su capacidad para desenvolverse en un idioma que no conoce, su actitud hacia los entrenamientos, el choque cultural…
El domingo, cuando llega
el momento del partido, te das cuenta que el futbolista no es el delantero
killer que pensabas sino un ariete gaseosa. Se trata de alguien capaz de enardecer a la grada con
su entrada al campo pero que, en apenas unos minutos, una presión a destiempo y un mal pase se diluye demostrando que sus prestaciones son semejantes a las de cualquier
otro futbolista del montón que no asombra a nadie. Un tipo con pinta de duro, gesto rocoso y con habla aflautada. Espero que no nos pase lo mismo con el sofá, que nos
entusiasme con su llegada y que, a los pocos minutos, nos demos de bruces
con la realidad y volvamos a vernos sentados, como ahora, en las
sillas de la cocina.