De niño soñaba con jugar partidos en Las Gaunas a las órdenes del teniente Abadía, colgando balones al área como quien lanza mortero a la trinchera del enemigo
Los días de lluvia también se entrena. Esta fue mi afirmación categórica en mi adolescencia, propia de líder incorruptible y, como tal, se la trasladaba a mi madre que, resignada, me veía salir con la mochila al hombro por la puerta. Los entrenamientos bajo el agua eran una muestra de quién estaba con el grupo. Una forma de presentar la dureza de carácter de cada uno, un compromiso con el escudo y una muestra más fiable de lo que sería el devenir de tu vida adulta que la selectividad. Podías faltar a un entrenamiento si coincidía con un partido de Copa de Europa, incluso podías agarrarte a la excusa de tener al día siguiente un examen, pero faltar, aduciendo que llovía, era de débiles.
No falté nunca a un entrenamiento por mucho que lloviese.
Siempre me negué a ser quien pronunciara un "no se puede". Dar patadas al balón
bajo la lluvia y sobre el lodo siempre lo consideré un acto de grandeza. Me habría encantado en aquellos tiempos enfundarme la camiseta del Logroñés como Iturrino, que también pasó por la Unión Deportiva Salamanca, para dejarme la vida a las órdenes del teniente Abadía, pegado a la línea de cal poniendo centros como quien lanza
mortero sobre la defensa atrincherada del rival en Las Gaunas para que el austríaco Toni Polster perforase sus redes. Así, como un joven
soldado que se ha alistado voluntario en la batalla del Somme, persiguiendo un
sueño imposible, me veía mi madre los días de lluvia.
Una frase muy común entre los entrenadores es la que dice: se juega como se entrena.
Es fácil, por tanto, imaginar
cómo jugábamos entrenándonos en las condiciones que lo hacíamos en los noventa por esos campos de tierra de Salamanca: los campos de la Fede, en navega o pizarrales.
Campos enlodados que, con cuatro gotas, se llenaban de charcos, especialmente
en las porterías de la Sindical, donde nuestros guardametas pasaban el otoño y el invierno
sin poder refugiarse bajo palos. Bajo estas circunstancias quisimos ser precursores del fútbol moderno intentando que nuestros guardametas jugasen con los
pies, los veíamos como nuestros Busquets con sus pantalones largos y cara de perplejidad de quien no se entera de nada. Mala idea. Los porteros entonces eran quienes habían demostrado sobrada incompetencia al manejarse con un balón en los pies. De esta forma es de suponer que ganamos poco, empatamos algo y lo perdimos casi siempre, especialmente la
oportunidad de disfrutar con la pelota en el suelo porque hasta mediados de mayo no
contábamos con un campo en condiciones. Nuestro fútbol y nuestra
disposición en el campo se asemejaban más a unas maniobras militares que a un
jogo bonito. Pensándolo bien, si recapitulo, casi la mitad de mis compañeros de
equipo hoy día engrosan las plantillas de algún cuerpo de seguridad. De algo tuvo
que servir todo aquello.
El último partido de fútbol que jugué lo hice unas semanas
antes del confinamiento en un campo de césped artificial. Ya no hay campos de
fútbol de tierra donde jugar y, si los hay, nadie juega en ellos. Allí estuve y
debo reconocer que no he estado más perdido en mi vida. El resto, pese a ser de
mi generación, disimulaban mucho mejor su incompetencia. De vez en cuando se
atrevían con una pared e incluso, había quien era capaz de hacer alguna
filigrana en una baldosa. Nada extraordinario, pequeños destellos, trucos de
prestidigitador que se aprenden como se aprenden los regates en la videoconsola: echándole horas en
silencio y a escondidas. Reconozco que acabé el partido fundido, sin un gramo
de energía y con el oxígeno en sangre al límite de la supervivencia. Y, sin
embargo, apenas jugamos. La mayor parte del tiempo lo malgastamos yendo a
buscar el balón al campo colindante donde, unos mocosos de apenas diez años, se
movían por el campo como autómatas y tocaban el balón al compás de un
metrónomo.
Si el fútbol es el reflejo de nuestra sociedad, por mucho que nos quejemos de cómo están las cosas en la actualidad, sólo podemos decir que hemos ido a mejor.
Nuestros hijos ya no tienen que entrenar en el fango,
calzarse unas botas siempre húmedas y tener los pies acartonados, perder horas embadurnándose
de grasa de caballo y, ante todo, no tener que cargar con la bomba biológica
que eran nuestras mochilas. Vamos a mejor, no está mal que hayamos privado a
las nuevas generaciones de estas purgas. Aun así, me estaré a sus ojos convirtiendo en un
viejo carcamal porque no cambio mi sueño de jugar un partido de eliminatoria de
Copa del Rey en noviembre en el viejo estadio de Las Gaunas por disputar la final de la
Champions en primavera en el Allianz Arena.