Un día somos jóvenes y al siguiente nos pasamos los sábados
en el Leroy Merlín. La razón de este cambio tan brusco es sencilla: nos gusta
complicarnos la vida. Todo porque una mañana, sin venir a cuento y sin que
nadie te lo haya pedido, abres la boca. Alardeas de una capacidad para el
bricolaje y la construcción que no tienes. De lo fácil que es, con dos pequeños
cambios y la dedicación de un par de mañanas, dar un giro radical al decorado
de tu vida.
Uno vive en la precariedad, en la falta de confort y en la
pobreza en la pobreza energética porque quiere, te sorprendes afirmando rotundo con
el pijama puesto. Los problemas de este país los arreglabas en cinco minutos,
que todo lo que hace falta es hablar claro. Muchos de nuestros problemas en la
vida vienen por esto. Por abrir la boca sin necesidad, por hacer promesas que
no vienen a cuento. Por dejarte llevar y prometer, como los delanteros el día
de su presentación, una cantidad de goles que no van a poder cumplir. De esa
forma, por bocazas, se ven perseguidos por las exigencias de una afición que le miraba como un pelele incapaz de cumplir lo prometido. De la misma manera me veo perseguido por Marta por
el pasillo, desde hace semanas, increpándome por no estar cumpliendo con los plazos de entrega
del suelo de madera que le tengo prometido.
Muchos de los problemas que nos acechan no existirían si estuviésemos
callados. El coronavirus por ejemplo. He leído estos días una noticia que
afirmaba que la solución al problema no es que vuelvan a confinarnos. Basta con
que estuviésemos dos meses con la boca cerrada, sin hablar, para que redujésemos
casi por completo la posibilidad de contagio y el virus se extinguiría por
completo. El silencio nos salvaría de este marrón como nos habría salvado de
muchos otros. Estando callados o, pongamos, tampoco es plan de que no podamos
decir nada, que nos restringiesen el número de palabras que podemos utilizar
cada día. Seguro que pondríamos más cuidado en elegir las más adecuadas y desaparecería,
el acto reflejo que tenemos ahora, de maldecir la mascarilla en voz alta cada
vez que nos la quitamos.
De tener que aprender a sobrevivir con pocas palabras habría
quien tendría garantizada la supervivencia. Los profesores de autoescuela sobrevivirían
si todos son como Antonio, mi profesor, que con apenas cuatro palabras:
izquierda, derecha, preta y floja rellenaba una hora de mi vida.
Otros, como los entrenadores de discursos grandilocuentes como Bielsa, Guardiola,
Lillo, etc, lo tendrían más que complicado, mientras que Emery,
el entrenador del Villarreal, se convertiría en el Richard Vaughan
del nuevo idioma gracias a su dominio de la mímica y la gestualidad.
Es que, ya lo dicen la sabiduría popular, que es mejor decir
poco y bien y evitar el hablar por hablar. Cuando jugaba al fútbol no soportaba
a los compañeros que trataban de corregirte continuamente, los que se pasaban
el partido detrás del árbitro sin parar de hablarle y que en el vestuario
lanzaban arengas propias de un mal psiquiatra argentino. Bastaría con aplicar
la economía del lenguaje de quienes viven cerca de los círculos polares que,
con una sola palabra son capaces de describir situaciones muy complejas. Hacer
como el noruego Havaard Nortveidt en su paso fugaz por la Unión
Deportiva Salamanca y el Helmántico, salir sin decir palabra y sin ser visto para regresar a al lugar del que se ha venidose para recuperar, como dicen en la
lengua inuit, su nuannaporg “el sentimiento de felicidad por el hecho
de estar vivo”.