La que se montó la semana pasada porque cazaron a Benzema
diciendo a su compañero que no le pasara el balón a Vinicius. Esa era la
consigna bajo la que nos hemos movido en muchos partidos de patio de colegio.
Evitar que el balón lo tuviesen algunos jugadores de tu equipo si querías ganar
el derbi que cada semana disputábamos contra los de la otra clase. En mi clase
lo teníamos claro, si queríamos tener alguna opción había que evitar que el
balón le llegase al tirillas de Aliseda.
Aliseda jugaba con las manos en los bolsillos, no levantaba
la vista del suelo y entendía el juego como una batalla en la que el balón era
una granada que debía estar lo más lejos posible de los tuyos y cerca de los
enemigos. Por mucho que le reprochásemos su forma de jugar de vuelta a clase nos
devolvía una sonrisa fruncida junto a una sentencia “yo sólo hablo en el
campo”.
Que no te quieran pasar el balón tus compañeros es como, si
ya de adulto, tus amigos dieran instrucciones a los camareros de una barra
libre para que no te den más de beber porque temen que les amargues la fiesta. Lo
puedes ver como un asunto de deslealtad si lo analizas en caliente pero, en
perspectiva, es probable que tengan razón y debas asumir tus limitaciones,
Aunque, como todo, siempre hay margen para la sorpresa e igual que Aliseda nos
sorprendió en el último partido del curso cuando, en un choque que
ganábamos por los pelos, se burló de tres rivales haciendo una marsellesa,
mucho antes de que Zidane se la mostrase al mundo, sin moverse del sitio,
culminándola con un punterón inapelable que cruzó la tapia del colegio, cuando
ya no había tiempo para más y perder el tiempo suficiente que nos asegurase la
victoria, uno puede sorprender a todos y romper con su expectativa de
incompetencia. Dar un golpe en la mesa y reivindicarse. Un gesto que cambia
para siempre la visión que tienen de ti, un pequeño acto heroico que da un giro
radical a tu porvenir, como le ocurrió a Ismael Urzáiz en el Carlos Belmonte
con aquel testarazo que le transformó de súbito en el delantero español más
caro del momento, ídolo en Bilbao y el nueve de referencia para Juan
Antonio Camacho en la selección, abandonando para siempre el rol de
ariete instrascendente.
La misma transformación que vivió Urzáiz pero a la inversa
la has vivido todos mis amigos que han pasado por el altar. Ahora los veo, muy
de mañana en mañana, mientras salto de bar en bar como quien juega a la oca en
busca de novedades para contar, camino del mercado empujando un carro que esperan llenar de verdura fresca y tofu, y no puedo por menos que invitarles,
desde la clandestinidad, a una caña que les suelte la lengua de las miserias de
su matrimonio. No me cuentan nada, los casados sólo hablan de pañales o de la
última serie que han visto. Te la destripan, te describen hasta el más mínimo
detalle y, para culminar, dicen que no te cuentan más por si quieres verla
cuando lo único que te queda por saber es la tipografía de los títulos de crédito.
Mi casadísimo amigo que se ha bebido la caña de un hidalgo, ha
consultado el teléfono de forma compulsiva, se marcha y me deja ahí, colgado,
diciendo que anda apuradísimo de tiempo. Que no le da tiempo para nada. Pero,
eso sí, aún le queda medio minuto para recomendarme otra serie cuando sabe de
sobra que, como los solteros sin futuro, yo soy más de películas y diciendo que
a ver cuándo quedamos para jugar un partido. Viéndole marchar se me ocurre ahora
el próximo partido que jugaremos necesitará de una nueva denominación, ya no será
de alumnos contra profesores, solteros contra casados, ni de periodistas contra
toreros. Para que alguien acuda a mi próxima convocatoria para un partido de
viejas glorias deberé tocar lo más visceral, seriéfilos contra cinéfilos, o ser
aún más concreto, y clasificarlo como el nuevo partido del siglo entre La
Casa de Papel contra Antidisturbios. Será la única manera
de que me hagan caso y que no me vea, como la última vez, pateando el balón un
sábado por la mañana en un triste portería a portería con Aliseda.
Menuda brasa
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