Joan Barbará fue el 10 de la UD Salamanca, un futbolista que se movía por el campo como los elegidos que son capaces de sortear un día de lluvia sin mancharse los zapatos
No hay nada más difícil que elegir un nombre. Son infinitas
las opciones y para cada una de ellas, antes o después, encuentras una pega. Una
cara asociada al nombre, una rima asonante o consonante, un chiste posible… La
primera gran decisión que va a afectar a tu descendencia es ésta y no es sencilla.
Estamos explorando. Marta está empeñada en dar con un nombre
sencillo, dos sílabas y que suene grato a mi me vienen continuamente otros más
rotundos. Me gustan los nombres que le ofrezca la posibilidad de ser futbolista
del Ourense que siempre asocio con nombres de verdad, serios o, al menos,
incuestionables. Así, me salen Rodolfo, Manolito, Luismi, Modesto, Adolfo e
incluso me vale Pichi.
Un nombre, un detalle, una casualidad puede transformar a
una persona en otra totalmente distinta de lo esperable. Hay un episodio en el
Homer Simpson, decide cambiar su nombre por el de Max Power y su vida, como por
arte de magia, da un cambio radical. Un cambio parecido, sin cambio de nombre,
lo vimos en Salamanca con Joan Barbará cuando en un partido frente al Ourense
en el Helmántico anotó tres goles de una tacada. De repente, a ojos de todo el
estadio y de él mismo, mutó en otro futbolista. En uno de esos pocos elegidos
capaz de llevar a cabo las jugadas que ha soñado el día anterior. Esa tarde de
enero, pudimos ver cómo pasó de ser un futbolista más a convertirse en un virtuoso.
Joan Barbará se transformó en un delantero capaz de hacer
cualquier cosa. Derrochaba seguridad en sí mismo, trasladaba la sensación de
saberse capaz de hacer todo lo que se propusiese. Como todo lo bueno,
sabemos que ese estado, antes o después, se esfuma y no regresa. Así Barbará,
ese tipo elegante con la pelota y con el traje impoluto, que se movía por el
campo como los elegidos que son capaces de sortear un día de lluvia sin
mancharse los zapatos, llevó en volandas a la Unión Deportiva Salamanca de
regreso a primera. Se trataba del Humprhey Bogart de nuestro equipo, un tipo
educado, encantador capaz de seducir a sus rivales porque no se creía Humprhey
Bogart.
Todos brillamos, por poco que sea, alguna vez. Poder elegir
el momento para hacerlo y quién quieres que lo presencie sería lo máximo. En mi
carrera como futbolista apenas marqué tres goles, todos intrascendentes, pero
lo que más me duele que nadie viese es la canasta que logré lanzando con el pie
desde el otro extremo de la pista de tierra de la Escuela de Garrido donde remoloneábamos los suplentes
que nadie echaba de menos. Un gesto efímero de clase, de distinción y la prueba
de que dentro de mi bota había talento. Un mérito desapercibido que quedó para engrosar mi anecdotario.
Nada digno para recordar dejé en mis años como futbolista mientras hoy, despedimos al diez, aunque para mi, nuestro
diez, siempre será Barbará.