Las únicas historias que interesan de las que cuento son aquellas en
las que salgo humillado. Cuando las sufres duelen. Al pasar los años te das
cuenta que, realmente, son un regalo inesperado que te depara la vida. Una historia
que poder contar y reelaborar a tu antojo el resto de tu existencia. Esta
semana, me daba envidia no ser de nuevo un niño, jugar en el SAD Villaverde, y
haber recibido nada menos que treinta y un goles del Real Madrid. Mi vida sería
otra totalmente distinta y, sin duda, mi biografía empezaría en ese preciso
instante.
El fútbol me ha deparado un montón de goleadas en contra,
nunca tan escandalosas, y pasar temporadas completas sin probar el sabor de la
victoria. Todo lo más, rascábamos algún empate a principio de temporada que nos
servían para no vivir con el lastre de cargar con el casillero de puntos a
cero. Lo mismo daba que jugase al fútbol sala en los juegos escolares que al
fútbol federado. El gesto que más vece repetía a la largo de un partido era
darle un patadón a la pelota en dirección al centro del campo tras un cada gol
encajado. Una sucesión de puñaladas en mi corazón recibía cada mañana de
sábado. Inflingidas, en su mayoría, por niños más dotados pero menos apasionados
por el fútbol que, aún así, no conseguían menoscabar mi entusiasmo. Mi vida
está llena de patadas hacia delante.
Desde niño cargo con el estigma de la humillación. No consigo, corrijo, no quiero desprenderme de él. Ahora que estoy instalado en el trabajo y recibo con menos frecuencia los vituperios de mi jefe, me dedico a ridiculizarme de una forma más prosaica. Me siento en las terrazas en pleno invierno. Sí, me abrigo para hacer frente al frío castellano y me tomo el café encogido, mientras me siento observado con condescendencia y pena. Pobrecito, pensarán los que me ven ahí posado, qué dura debe ser su vida para no tener un mejor sitio donde estar con esta rasca que hace. Alguno que iban con niños han acelerado el paso, otros han llegado incluso a taparle los ojos para que no contemplen la viva encarnación del humillado.
Lo fácil es ser del bando de los que ganan siempre. Preferir
el calor de quienes te rodean en la victoria y disfrutar de las miradas de
envidia de quien querría estar en ese lugar. De la misma forma que se quiere
estar en una terraza en verano: sabiendo que molas. Gozando de saber que los
demás te envidian como a los protagonistas de un anuncio de perfume, viéndote más
lozano de lo que en verdad eres, luciendo moreno y una fertilidad triunfal
regada a golpe de exóticos gin-tonic. Es sencillo acostumbrarse a estar en el bando
ganador pero, por probabilidad, es más útil aprender a convivir con la derrota, saber perder.
Si hay un futbolista al que uno podía ver siempre en una terraza
de la Plaza Mayor de Salamanca era a Marco Lanna. Un dandy acostumbrado a
ganarlo todo en la Sampdoria, con la que jugó la final de la Copa de Europa de
Wembley frente al Barcelona, que llegó a Salamanca y nos regaló un gol en
aquella épica goleada al Valencia de Ranieri. Sin embargo, yo lo recuerdo
más por otro goleada, la mayor recibida por la Unión Deportiva Salamanca en su
historia en primera, unos meses después en Villarreal (Antonio Díaz marcó un gol en ese partido). Por su estar dolido,
humillado en el Madrigal pero mostrándose digno sobre el césped porque, como le
ocurre a los chavales del Villaverde y los que pierden por norma, ya ha
aprendido, tiempo atrás, a qué parcelas de los sueños debes renunciar y qué debes contar para no estar nunca solo en una terraza.