Llegas a los cuarenta y vives con la sensación de que aún
tienes cuentas pendientes con la vida. Hacer el camino de Santiago, ver un
partido en el Bernabéu o pasar unas vacaciones encerrado en un resort agitando
la pulsera de tu muñeca. Me doy cuenta de estas deudas siempre que tengo que
hacer tiempo mientras espero. Es algo que nunca le agradeceré lo suficiente a
Marta cada vez que decide entrar en la ducha en el minuto anterior al que
tendríamos que estar saliendo por la puerta. Esperar es uno de los pilares de
mi existencia. Me da la vida. Es el tiempo del que dispongo para pensar cómo
rellenar estas líneas.
Espero de la misma forma que juego al Pro, enredándome en
pases a ningún sitio que me permiten ser el rey de la posesión, un absolutista
de la pelota absorto en mis propios castillos en el aire. Vivo en una
permanente recreación de un mundo perfecto que no acaba de concretarse y me quedo
atrapado, en esa espera, que me hace perder rápidamente de vista mis verdaderos
objetivos: coger las llaves antes de salir de casa, hacerme el regate de mi
vida a la hora de pagar la ronda o andar más de media hora sin tropezarme. Me veo
como Johny Deep en Quién ama a Gilbert Grape, atado a unas obligaciones, que me
impiden volar libre, conseguir mis peregrinas ambiciones.
Deseas muchas cosas en la vida y, entre tanta espera, se te
va el tiempo. Hay cosas que se quedaron por hacer que ya, por una circunstancia
u otra está fuera de lugar hacer. Me ocurre con las series que, una vez pasado
el momento en el que están en boca de todos, creo que ya no merece la pena
verlas porque hacerlo ahora sería como merendar un bocadillo de mortadela. Algo
muy bueno en su momento pero sólo en ese preciso momento. La última vez que he
llegado a tiempo para ver una serie ha sido con Patria pero, con tanta
restricción, no he podido sumarme a conversaciones que indicasen que estoy al
día aunque mi aspecto diga lo contrario.
Saber esperar, elegir el instante adecuado y dejarse llevar
por el presente deberían ser materias obligatorias en la escuela. Hace años
deseaba que llegase el domingo para disfrutar de algo inolvidable. Oír atronar el
Helmántico cantando el nombre de Quique Martín , capitán de la Unión Deportiva Salamanca, cuando marcaba un gol o saltaba
desde el banquillo para darle la vuelta a un partido. El once era nuestro
Gilbert Grape particular. El futbolista al que nos encomendábamos para salir de
los problemas que nos generábamos solos. Un jugador del que sabíamos que su lugar era otro, otros clubes que le
pudieran llevar más lejos y exhibir su talento al que, sin embargo, volvíamos a
implorar que volviese porque éramos incapaces de valernos sin él. Incapaces de
salir de nuestro propio bucle de autodestrucción.
En Salamanca, ciudad pequeña, es común ver a gente esperando.
Bajo el reloj de la plaza Mayor, en el Toscano o en la plaza de España es
habitual ver a gente que ha quedado aguardando la llegada de alguien. Me dan
envidia porque sé que están con la ilusión de los que el presente tiene para
ofrecerles, ilusionados en su porvenir inmediato. Igual que los aficionados
esperan que su equipo salte al campo para conseguir un resultado que no llega.
Porque cada espera, como cada partido, como cada vez que el balón se posaba en
el pie de Quique Martín se abre la posibilidad de que suceda algo memorable.