Cuando cumplí catorce años Romario casi ficha por la Unión Deportiva Salamanca.
Las calles de Garrido ya estaban asfaltadas, los coches proliferaban por doquier y, conforme vas creciendo, jugar con balones de plástico era un síntoma de que el futuro no pintaba muy halagüeño. A los catorce años llegó el momento de emprender mi carrera en el fútbol federado. Dejar de una vez y, para siempre, las fichas verdes de los juegos escolares y comenzar a pagar, religiosamente, el canon de mi sueño de futbolista.
Mis anhelos de grandeza crecían igual que lo hacían mis responsabilidades y mi patrimonio. Mi riqueza pasó, de pronto, de limitarse a unos cuantos Playmobil y las colecciones de cromos que portaba orgulloso en mi riñonera a, por arte de magia, ver que esta desaparecía sin más motivo de mi vida que comenzar el instituto para dar paso a una cartera de bolsillo. Una cartera que sólo contenía mi recién estrenado DNI, mi primer bonobús de cartón en propiedad y, sin duda, el objeto más preciado, mi carnet del fondo sur con el que disfrutar de la Unión Deportiva Salamanca en su vuelta a Primera División.
Dicen los de fuera que Salamanca es una ciudad pequeña, cerrada y antigua. A esto yo les digo que en mi barrio, Garrido, decimos que algo es grande dependiendo del tamaño de su horizonte. Así, a mi modo de ver crecía rodeado de todo lo que necesitábamos. Mi vida hasta los catorce era predecible, los viernes por la tarde íbamos en busca de aventura haciendo expediciones al volcán de Garrido o a la cueva del águila. Los sábados, si no teníamos partido escolar, madrugábamos para hacernos valer en encuentros de máxima exigencia en el campo de tierra del Mateo Hernández. Las tardes las pasábamos en los campos de la Escuela pasando frío, oliendo a puro y mascando barro encadenando un carrusel de partidos que iban de los siempre bienvestidos a las órdenes de Tonino que ejercían como locales a los más improvisados futbolistas de los torneos de cafeterías.
La vida en Garrido era sencilla por entonces.
Si había algo que disfrutaba por entonces era del fútbol los sábados en Telemadrid o en la segunda cadena, depende de dónde lo viese, porque siempre venían acompañados de un bocadillo de tortilla de patata como cena y mi derecho a una Fanta Naranja como acompañamiento seguido de un Dalky de postre. Viendo estos partidos aprendí lo que era una cola de vaca gracias a Romario, que en Logroño las lluvias de otoño se alargan hasta marzo y que el peor castigo que te podía deparar la vida era ser árbitro. Contemplaba los partidos de los sábados con la esperanza de que, algún día, mi equipo sería el que aparecería en pantalla. Que serían Díaz, Olabe o Quiroga los nombres que escucharía de boca de los comentaristas.
En mi incipiente pubertad no sabía nada de la vida ni del mundo. Mi conocimiento se limitaba a lo que leía en las portadas de los periódicos. Digo bien, portadas, porque cada mañana antes de asistir a clase pasaba junto al kiosco para hacer un rápido repaso visual de cómo estaba el mundo. Seré más concreto, de la portada del diario Marca. Allí concentraba gran parte de mis esperanzas, frustraciones y sueños donde, cada domingo en la mañana y cada lunes, repasaba con ansia los marcadores de la última jornada que marcarían el estado de ánimo con el que afrontaría el resto del día.
A mediados de los noventa el nombre de Salamanca aparecía con frecuencia en las portadas de los diarios deportivos nacionales.
Nuestro equipo, la Unión, había vuelto a la primera división por primera vez desde mi nacimiento. Aún hoy recuerdo, la decepción que supuso el hecho de quedarme sin entrada para aquel partido de promoción en el Helmántico contra el Queso Mecánico de Zalazar, Molina, Santi Denia y el imberbe Morientes. Aquel gol del uruguayo desde el centro del campo me amargó mis últimos días de colegio antes de dar el salto al instituto.
Apenas una semana después la tristeza se volvió euforia con el 0-5. Esa noche me abracé a gente a la que no conocía y que lloraba de alegría. Terminado el partido deambulamos sin saber a dónde ir ni a quién seguir para celebrar la victoria. Esa noche de junio toda la ciudad durmió con una sonrisa en la boca abrazada a la certeza de que habíamos vivido algo inolvidable. El recibimiento la tarde siguiente en la Plaza Mayor al equipo fue sobrecogedor y allí estaba yo volviendo a formar parte de la masa como lo había hecho el día que bailé la conga con media ciudad. Allí, sobre el enlosado de la plaza, fui mecido por la multitud, gritando vítores en una sola voz, dejándome llevar libre y salvaje como cantaba Manolo Tena.
Gracias a la UDS comencé a desear un lugar para mi ciudad en el mundo.
Quería encontrarme una foto a portada completa en el Marca de los logros de mi equipo, por eso corría cada lunes hasta el kiosco: para saber lo grandes que podíamos llegar a ser. Era tan grande lo que sentía por mi equipo que no concebía que el resto del país permaneciese ajeno a ese sentimiento que embargaba a toda la ciudad. No importaba que ganásemos o perdiésemos, lo que teníamos para mostrar era un sentimiento, una emoción, la felicidad que nombres como Lillo, Balta, Sito, Jandri, Torrecilla, Vellisca y Barbará provocaban en toda la ciudad. El orgullo de ser y de hacer las cosas como las hacían aquellos chicos.
Mi medida del tiempo durante todo ese año se medía en jornadas de liga. Por una lado las de mi adorada Unión y por el otro, las de mi campeonato federado. Mientras el paso de las primeras me generaba orgullo, el de las segundas rabia. La Unión perdía pero no me dolía porque me gustaba la forma en que lo hacíamos, sin embargo, las de mi equipo me generaba rabia, frustración, dolor, lágrimas y muchas heridas. Las primeras me dejaron recuerdos imborrables, las segundas cicatrices que tardaron en desaparecer y de las que ya no me acuerdo.
El día que cumplí catorce años estuvimos a punto de fichar a Romario.
Fue un cumpleaños inolvidable. Salí a la calle hinchado de orgullo estrenando la camiseta de la Unión que mis padres me habían dejado escondida como regalo en el armario. Hice mi parada obligatoria ante las portadas del día y ahí estaba la noticia: en grande Rambo Petkovic rumbo al Real Madrid pero, junto a ella, otra imagen que me heló el corazón. El Salamanca se planteaba fichar al delantero brasileño. Me froté los ojos por si todo era un sueño. Un cuento de hadas. El mejor futbolista del mundo vestido de blanquinegro, el delantero de dibujos animados haciendo colas de vaca sobre el césped del Helmántico. Esa portada fue mi mejor regalo de cumpleaños.
Pasé las
siguientes dos semanas sin dormir. Escuchando todos los programas deportivos de
la radio esperando oír la confirmación del fichaje. Deseé que mi recién
estrenada camiseta no valiese nada porque Nike ayudara con traer al brasileño. Lloré
por los tres fallecidos que Edmundo, compañero de delantero de Romario en el
Flamengo, provocó en un accidente de tráfico y que, en última instancia,
impidió que viniese a Salamanca. Y, cómo no, me enfadé con mi ciudad como más
de dos décadas después sigo enfadado con ella. Por negarme la posibilidad de
que, como en Oliver y Benji, Romario como buen dibujo animado se convirtiese en
mi Roberto particular que, tras alargar una de sus juergas nocturnas,
descubriese mi talento con el balón en los pies y me lanzase al estrellato.
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