Cuando empecé la ESO dejé de aprender matemáticas.
No
se trató de algo intencionado ni de un fallo en la recién estrenada LOGSE. Todos
los cálculos que necesitaba hacer ya los tenía bajo control. Gracias a que cada
victoria pasaba a reportar tres puntos, el empate uno y desaparecían los
positivos y los negativos, no podía ser más sencillo. La permanencia en
cuarenta y dos puntos, para ser campeón setenta y cinco, y clasificarse para
competición europea en sesenta. No necesitaba hacer más cálculos.
Don Antonio, mi por entonces profesor de matemáticas,
desconectaba su audífono al cruzar el umbral de la puerta y rápidamente
comenzaba a hacer cuentas y operaciones en la pizarra. El resultado era siempre
invariable: un día menos para su jubilación. Igual que Antonio sólo pensaba en
su retiro yo me pasaba sus clases resolviendo mis propias ecuaciones con los
resultados que tenían que darse las próximas jornadas para que la Unión Deportiva
Salamanca se salvase un año, al siguiente para asegurarse el ascenso y al otro
para volver a salvarse.
Mis tres años de secundaria los recuerdo como un salto
de lunes a lunes a lo largo de nueve meses en los que mis cinco sentidos
estaban puestos en comprobar mis teorías de cálculo, atender con rigor mi puntuación
en la Liga Fantástica, y supervisar con ojo clínico la clasificación del Zamora y del Pichichi con
la música de fondo de las explicaciones de Don Antonio. Todo era sencillo y
predecible como mi fracaso escolar hasta que, llegado un día, no me quedó más
remedio que comenzar a fijarme en la pizarra.
Fue por un detalle sutil, a la que no había dado mucha
importancia y que, aún hoy, me sigue atormentando. Todo empezó en el mundial de
Estados Unidos, el del inicio del fútbol moderno, con el dorsal y el nombre en
las camisetas. Un excelente idea para aumentar la venta de camisetas pero con el
poder de poner todo patas arriba. Poco a poco, el fútbol dejó de organizarse
del uno al once donde cada número equivalía a una posición y a una zona a ocupar
sobre el campo. En el verano del noventa y cuatro todo comenzó a cambiar, y un
montón de infinitas variables nuevas comenzaron a aparecer.
En el verano del 94 el mundo del fútbol se volvió loco
El
portero titular del Real Madrid pasó a ser el alemán Illgner con el número
25, Prosinecki se marchó al Barcelona a jugar con el 22 a la
espalda, Zamorano acabó jugando en Italia con el 1+8 y, la Unión Deportiva Salamanca
de Lillo, optó por que ningún jugador luciese el 12 porque, decían, era
el que le correspondía a la afición. Buenas palabras las del tolosarra pero
que, escondían un hecho silenciado, ser suplente con el número doce era
sinónimo de que ese partido no jugabas.
Aprobé la ESO aunque no las matemáticas. Soy de ideas
fijas y sigo defendiendo mis cálculos para ser campeón y la permanencia aunque
no se cumplan, defiendo a ultranza el 4-4-2 en rombo frente a la moda eso del
falso nueve, los tres centrales o el doble pivote. No entiendo cómo el 10 puede jugar con el 30 a la espalda, el 9 con el 3 ni por qué un empate a cero sigue dando
un punto para cada equipo. Creo que don Antonio no dio explicación a nada de
esto en su pizarra, sólo espero que esté disfrutando de su jubilación. Decirle
que le he tomado el relevo a la hora de calcular cada mañana los días que
quedan para jubilarme y que, tras el empate de Unionistas ante el Valladolid Promesas,
estamos más cerca de los cincuenta que, según mi predicción de inicio de
temporada, nos asegurará la permanencia.