No hay cosa que más satisfacción me dé que sacar un
buen parecido. Es un juego que llevo practicando años y al que Marta sea sumado
con agrado. Podemos pasar horas decidiendo a qué tortuga ninja se parece Mbappé
o abordando la indudable relación entre Koeman y Los Morancos. En donde no nos
metemos tan a fondo es en sacarle parecidos a Jimena porque ya se ocupan las
familias en sacar la semejanza barriendo para casa como los árbitros cobardes.
Mi hija es escrutada en cada gesto, es escrutada al
milímetro para encontrarle una similitud o el calco exacto de la microexpresión
de su padre o de su madre. No les permitimos ni a los bebés ser ellos mismos. Les
robamos rápido cualquier acto de originalidad queriendo ser los primeros en apropiarnos
del copyright de cada una de sus nuevas destrezas. Si somos así con
nuestros hijos, cómo no vamos a serlo con los futbolistas.
Nos creemos originales y no somos más que meras
copias. Nos pasamos el día imitando la forma de vestir de uno, reproduciendo
los chascarrillos de otro, la forma de caminar de aquel o pedimos para comer lo
que vimos al de más allá. Copiamos de los demás lo que hacen porque así creemos
estar más cerca de conseguir lo que queremos.
Si hubo algo que deseé de niño con todas mis fuerzas cuando jugaba al fútbol no fue ganar, no quería salir campéon.
Mi sueño fue marcar un gol. Durante gran parte de
mi infancia me pasé horas, tarde tras tarde, imitando las volteretas de Hugo
Sánchez por el pasillo de casa para prepararme para ese momento. Utilizaba la
más mínima excusa para perfeccionarla: el olor de una cena de patatas y huevos
fritos saliendo de la cocina, la aparición de un nuevo destaca en el boletín de
notas… Todo valía para saber que estaba preparado.
Pasaban los años y, como la gloria del gol se me
negaba porque, en los noventa, quien jugaba de lateral si quería tener
garantizado el puesto sólo tenía que cumplir dos normas inquebrantables:
defender el palo de mi banda en los saques de esquina y no superar jamás, por muy
tentador que fuese, la línea del centro del campo; tuve tiempo de ensayar otras
muchas opciones como bailar junto al banderín como Roger Milla.
El gol tardó en llegar pero llegó.
Fue en el último
partido de mi primera temporada en el fútbol federado. Nada en juego y un
penalti a favor en un partido más que resuelto. La solidaridad de mis
compañeros con quien aún no había mojado me regaló ese momento. Tras una carrera
corta y un disparo seco pero no muy colocado a mi lado de seguridad pude vivir una
experiencia irrepetible. Única. Mi primer gol oficial. Una historia para contar
el resto de mi vida y, en vez de disfrutar del momento, de dejarme recorrer por
la emoción que explotaba en mi i interior, de alargarla al máximo, me boicoteé
a mi mismo pensando sólo en imitar la voltereta de Hugo Sánchez.
Con la paternidad escuchamos con mucha frecuencia, de los que ya han pasado la experiencia, que
debéis disfrutar del momento, que aprovechemos ahora que luego no os acordaremos
de cuando Jimena era tan pequeña, que los bebés crecen muy rápido. Les escucho,
asiento, les regalo una sonrisa y les agradezco el consejo. No es necesario. Mi hija es
el mejor gol de mi vida. Ahora ya he aprendido, gracias a aquel gol no disfrutado, que la mejor forma de celebrar su vida, de verla
crecer cada día, de disfrutar de su sonrisa, de lo que venga, es hacerlo sin
volteretas, sin buscar parecidos… Por esta vez, a nuestra manera.