Prohibido jugar a la pelota. Esta frase pintada en la pared de la calle Petunias era como una puñalada en mi corazón de niño. El momento en el que descubrí, unas calles más arriba de la mía, que la vida no iba a ser de color de rosa y que, por ser niño, no tenía manga ancha para disfrutar de mi corta vida. Esa bofetada innecesaria que recibí a los seis años se la quieren dar ahora a toda una generación.
Los patios de los colegios no son saludables. Esto dicen los
expertos y en Cataluña, para ponerle remedio a este problema, han decidido
tomar medidas. Eliminar la posibilidad de jugar al fútbol durante los recreos. El
método, cambiar el diseño de los patios, por otros que fomenten actividades de
encuentro que erradiquen la separación por géneros que se da en ellos.
Si, de un tiempo a esta parte, ya resultaba triste
contemplar fehacientemente los bajos índices de natalidad, sombrarse con los
chiquillos viéndolos estabulados en compartimentos cerrados, en sus llamadas
burbujas, sorbiendo con una pajita de cartón break un zumo bajo en calorías y para
hacer digerible una galleta rica en fibra, ahora, sin balones que perseguir se
me hacen bola sus horas de recreo.
El plan de erradicar el fútbol tiene como fin lograr la pacificación del patio.
Son sin duda sangrantes las consecuencias de los derbys
entre los grupos de quinto y, por lo visto, intolerables los cánticos que entonan
los ganadores de regreso al aula en los que presumen a grito pelado de un “Hemos
ganado, hemos ganado, la copa del meado. Y los que han perdido, los que han
perdido, se la han bebido”. Hay que erradicar semejante despropósito, más aún viendo
las actitudes egoístas, cada vez más evidentes, de un grupo cada vez mayor de
chiquillos que, creyéndose los reyes del mambo, no pasan a ni dios el balón y,
menos aún, a los que suplican recibir la pelota sin moverse del sitio.
Señalan los expertos que al fútbol en el patio del colegio
juegan más los niños que las niñas y que, además, estos partidos privan al
resto de jugar en los mejores espacios del recinto. Para alguien, como yo, que
pasó la EGB en el corazón de Garrido esto me resulta increíble. Recuerdo esos
tiempos en el patio del Filiberto Villalobos, donde treinta niños por aula, en
grupos que iban de la A la C, como mínimo, desde primero hasta octavo
compartían todo un patio. A bote pronto, casi mil pipiolos, con un mínimo de
veinte balones volando de un lado sin nada que les frenase en sus carreras tras
el balón salvo la lluvia que volvía el terreno impracticable y todos teníamos
que pasar el recreo hacinados bajo las cubiertas de los soportales oliendo los
Bollycao, Phoskitos, Pantera Rosa y Tigretón que alimentaron a toda una
generación.
Habrá gurús de la pedagogía escandinava que nos dirán
que los problemas que vivimos en la actualidad proceden de aquella forma de
disfrutar de nuestros recreos. Esa estampida que huía del aula a la carrera
para llegar al patio cuanto antes y así disfrutar de un par de minutos más de
partido para continuar en el punto donde se había quedado el día anterior nos ha
hecho viles, malas personas, egoístas sin respeto a la autoridad y,
probablemente, haya sido el germen de los antivacunas.
Será la memoria selectiva pero, al menos, yo no recuerdo
conflicto alguno por la disputa de los espacios. En el patio había sus normas,
cada grupo, por edad le correspondía un espacio, a los más pequeños los peores
terrenos mientras los mayores disfrutaban de jugar en la pista, y esa jerarquía
era indiscutible porque había que curtirse. De igual manera que si tu balón iba
a parar al campo de los mayores estos tenían el derecho de patearlo lo más
lejos posible, sin reproches ni acusaciones, siempre que no lo lanzasen a la
calle.
El patio de un colegio es y ha sido, el mayor escenario de negociación social.
Nada de parlamentos ni plenos en los ayuntamientos.
Si uno quiere saber cómo somos los adultos y ver qué tenemos que corregir,
veamos a nuestros hijos en los recreos, es ahí donde veremos qué es lo que
nosotros, como adultos, como sociedad, debemos modificar de nosotros mismos y
dejarlos a ellos disfrutar de los pocos momentos de libertad real que les
estamos dejando.