No hay mayor pecado en Garrido que achantarse. Recuerdo que
tenía compañeros que se borraban del equipo cuando teníamos que jugar fuera.
Esa semana no aparecían por el entrenamiento. Teníamos que ir a Pizarrales
o a Buenos Aires a jugar y varios de los titulares desaparecían. Durante
siete días no había noticias de su toque fino ni de sus botas inmaculadas. En
la grada, el día de partido, no había noticias ni de su sombra.
Ir a jugar a Pizarrales, dentro de nuestro imaginario
adolescente, lo veíamos como quien iba a jugar a Belgrado o a vérselas
con un equipo griego. Íbamos cagados al campo pero con las botas afiladas y el
ánimo dispuesto a salir a defender lo nuestro. La consigna: defendernos entre
todos, soportar el dolor y tirar p'alante, pero, ya se sabe, una vez comenzado el partido las promesas del
vestuario se diluían con el pitido inicial y el aliento del rival en la nuca.
Los partidos de los ochenta y noventa se empezaban a ganar antes de entrar al vestuario.
Ahora los jugadores tan uniformados, con su bolsa de
entrenamiento y su chándal de equipo no infunden ningún temor. En mis tiempos,
cuando te presentabas aun partido ibas con lo puesto, no con el uniforme de tu
equipo, sino con el que te enfrentabas a la vida en tu día a día. Cada quien con
su cazadora, su propio chándal, su pendiente de aro y su porte. Uno sólo se
vestía con los colores de su equipo cuando saltaba al campo. El resto del
tiempo, había que defenderse por sí solo.
De todos los rivales, el más temido, no era el que mejor
jugaba. Lo era el que menos pinta de futbolista tenía. Era el que habías visto
por la calle caminando con los hombros caídos, exhibiendo la redondez de su
espalda, su pelo greñudo y con los brazos arqueados escondiendo las manos en
los bolsillos de la cazadora. Un tipo particular e identificable, no todos
visten igual, pero se le reconoce. El tipo por el que tu madre se cambia de
acera cuando ve que puede cruzarse en su camino.
Los jugadores con menos talento sólo tienen una opción para
jugar de inicio. No siendo hábiles con el balón en los pies, no dominando los
fundamentos básicos, la única opción posible que tienen para sobrevivir en el
ecosistema fútbol es la hacerlo bajo una consiga “o pasa el balón o el
rival, nunca los dos al mismo tiempo”. Son jugadores que se dedican a afilar
los tacos a lo largo de la semana y que, rápidamente, en el calentamiento, detectan
la presa a cazar para seguir aumentando la ventaja de su equipo sin necesidad
de marcar.
Todo lo que llegué a jugar lo hice porque opté por no
achantarme nunca, ser la versión armuñesa del irlandés Roy Keane. Estoy
seguro que de haber sido holandés habría sido titular indiscutible en la
final del mundial de Sudáfrica o un escudero de lujo en las alineaciones del Getafe de Bordalás. Desde
que comenzaba el partido mi misión era clara, jugar el balón a un toque -puedo presumir
de que nunca fallé un pase porque todo lo que hacía eran despejes-, alejar al
máximo la defensa de la portería y, en la primera disputa, dejar claras mis
intenciones al rival. Esta filosofía me ha llevado a provocar tanganas épicas,
sin llegar a lo de Maradona en la final de Copa frente al Athletic,
y que alguno de mis rivales cargue de por vida con alguna que otra cicatriz.
Me he llevado buenas bofetadas por dejarme llevar por la chulería.
Por ir por la vida con la
cabeza alta aunque realmente estuviese cagado de miedo. Por no dejarme derrotar
por el miedo por mucho que quien tuviese delante fuese un macarra. Porque
macarras los hay en todas partes, vayas donde vayas, siempre encontrarás uno y,
para identificarlos, te aconsejo que leas el libro Macarrismo de Iñaki
Domínguez. Cada vez hay menos y cuesta más identificarlos, más aún en el
terreno de juego, donde por mucho tatuaje, peinado extravagante y pendientes en
la oreja que se vean, a la hora de la verdad a muchos, en Garrido, los
llamaríamos achantados.