La primera película en la que aproveché la oscuridad de la sala para besar a una chica fue Jumanji. Hasta esa película había ido al cine siempre en familia. Con mis hermanas y primos habíamos acudido puntuales a la cita anual con Disney y, en los últimos años, rompíamos el grupo mientras los chicos íbamos a ver Las Tortugas Ninja y las chicas entraban a ver Tres Hombres y una Dama. Ir a la sala era todo un acontecimiento: ropa de domingo, todos en casa de mi abuela media hora antes de la hora acordada y un paseo hasta Van Dyck, el Bretón o los Multicines Salamanca. Se trataba de una incursión en lo desconocido que me dejaba marcado a fuego. Aún hoy, soy capaz de enumerar cada una de las películas que vi en el cine durante mi infancia, y, también, revivir el dolor de las heridas que mis zapatos náuticos me provocaban.
La primera película con la que lloré, Yo soy Sam, también la vi en compañía de otra novia. Llevaba desde niño sin ir al cine, despreciaba cualquier cosa que tuviese aroma a cultura y me alejase del fútbol, de merodear por la calle o me impidiese fumar. No recuerdo ninguna escena concreto de la película protagonizada por Sean Penn, pero sí recuerdo el final, cuando las luces de la sala se encendieron. Sentado junto al pasillo, esperaba mientras me secaba los ojos y miraba a mi acompañante que aún derramaba lágrimas. En ese momento, dos compañeros de mi equipo que también habían venido juntos acompañadas de sus novias a la sala se pararon a mi lado y me dijeron “¡Vaya mariconada de película!”. Les di la razón mientras evitaba con vergüenza el contacto visual.
Un deportista homosexual no solo ha de hacer frente a las burlas del aficionado sino que también ha de hacer frente a la consideración que de él hagan sus compañeros de vestuario.
Recuerdo esta
escena porque leía hace unos días un artículo sobre la biografía de Patrick
Evra, el lateral francés que jugó en el Manchester United y Juventus, acerca de
un suceso similar con Fernando Llorente como protagonista. El francés relata
que, en un viaje del equipo, vieron una película y, al terminarla, vieron que el
jugador navarro tenía lágrimas en los ojos a consecuencia de las emociones que
le provocaron la película. Al verlo, tanto él como sus compañeros comenzaron a
burlarse del delantero y poner en cuestión su masculinidad, su hombría y dudar
de su capacidad para marcar goles o zafarse de los rudos defensas italianos
siendo tan “sensible”. La burla no acabó en ese viaje, sino que se extendió a
lo largo de semanas. Evra se reconoce arrepentido por este hecho califica como
bullying hacia su compañero y que él no hizo nada por frenar o que incluso
ayudó a alimentar.
El deporte se asienta en valores como la resistencia, el esfuerzo, la valentía, la agresividad, la capacidad de sacrificio o la lucha continua por defender unos valores y un estilo así como el alarde de unas capacidades físicas. Todas estas características son apreciadas y valoradas en la sociedad y también en los deportistas. Sin embargo, hay un pequeño reducto de comportamiento que ya la sociedad tolera y ha asimilado que aún no ha calado en el terreno deportivo: la libre aceptación de la orientación sexual de los deportistas.
El
deporte, especialmente las disciplinas colectivas, son un reflejo de los
modelos clásicos de la sociedad: los deportistas de élite se casan a edades
tempranas, tienen hijos y éste parece ser el patrón más extendido. Estos
modelos a la antigua usanza han creado unos estereotipos muy arraigados a los
que resulta muy complicado hacerles frente. En primer lugar si tomamos como
referencia a los propios seguidores de estos espectáculos. En los estadios las
apelaciones a los deportistas a que hagan muestras de su hombría y masculinidad
son continuas, recurriéndose al uso de términos como maricón a aquellos que no
muestran ese compromiso con la masculinidad. Es frecuente escuchar en los
estadios de fútbol a los aficionados utilizando ese término para menospreciar a
los jugadores del equipo rival. La
gradas de los estadios son una sociedad masculina.
La homosexualidad ha sido perseguida históricamente y repudiada socialmente, aún hoy existen países en las que es un delito. No es algo sencillo y cómodo superar este lastre histórico, más aún cuando estamos convirtiendo en una exigencia pública saber la orientación sexual de quienes nos rodean. Parece que dentro del protocolo social y la cortesía hay ahora que acompañar a nuestro nombre, cada vez que nos presentamos, en sociedad no el apellido o la profesión, sino nuestras preferencias sexuales. A un heterosexual no se le pide que haga público reconocimiento de su orientación sexual como tampoco ha de solicitárselo a un homosexual, la cuestión es que el segundo no tenga que reprimir la manifestación de su conducta sexual del mismo modo que sucede con el primero.
El vestuario de un equipo está formado por personas que conviven muchas horas y comparten su tiempo de ocio.
Es tal su relación que un vestuario acaba construyendo una identidad común basado en unos principios, valores y tradiciones en los que el diferente no es bien recibido. Recordemos que los deportes colectivos se rigen a día de hoy de un modelo muy clásico y tradicional en cuanto a los valores, normas, costumbres que los han forjado. Si volvemos la vista a la antigua Grecia veríamos que el famoso Batallón Sagrado de Tebas estaba integrado por parejas hombres, muy fieros y belicosos, que luchaban mejor que el resto porque estaban en plena batalla estaban defendiendo a su amor.
Me resulta
llamativo que de los más de seiscientos jugadores que participaron en el pasado
Mundial de Fútbol, ninguno sea homosexual. Estadísticamente creo que no es
posible, a no ser que se trate de un entorno en el que se da una extraordinaria
capacidad para la selección de jugadores atendiendo, como un aspecto relevante,
su orientación sexual o porque los futbolistas que llegan al más alto nivel
posean unos niveles de testosterona y un ideal de masculinidad tradicional tan
arraigado que haga imposible su deriva sexual del patrón tradicionalista.
Reconocer a homosexualidad en el deporte
es un hándicap que puede acabar determinando la carrera deportiva e incluso la
personal.
Justin Fasahanu fue el primer futbolista en reconocer suhomosexualidad pero también el primer jugador negro por el que se pagó un millón de libras en el fútbol inglés. Pues bien, reconocer su homosexualidad le valió para recibir el desprecio de su entrenador Brian Clough lo que provocó la caída de su carrera como futbolista y, varios años después, de su propia vida al ahorcarse tras ser acusado de mantener relaciones sexuales con un menor.
Fashanu no es el único jugador que ha reconocido su
orientación sexual en público varios lo han hecho después que él pero todos
siguiendo un patrón bastante similar, lo han reconocido prácticamente al final
de su carrera deportiva como es el caso del futbolista alemán
Thomas Hitzlsperger o el estadounidense
Robbie Rogers. El principal motivo para ocultar hasta el final
este hecho, aparte del componente social, puede ser el económica al considerar
que el reconocimiento público de su homosexualidad puede perjudicar su carrera
deportiva y su fuente de ingresos. Se estima que, Martina
Navratilova, dejó de percibir alrededor de seis millones de euros que
podría haber obtenido en contratos publicitarios de no haber reconocido su
condición de lesbiana.
El fútbol no es el único deporte en el que la homosexualidad es silenciada.
En el baloncesto también sucede, el primer
jugador de baloncesto que reconoció públicamente su homosexualidad fue
John Amaechi, quien jugó varios años en la NBA. Las reacciones a su
declaración por parte de algunos jugadores no deja de resultar sorprendentes.
La superestrella LeBron James decía “si eres y gay y
no lo admites no eres sincero. Tienes que ser sincero con tus compañeros de
equipo es una cuestión de confianza”. El exjugador Tim
Hardaway decía sobre la homosexualidad en la NBA que “no
debería estar en el vestuario mientras nosotros estuviésemos allí porque
siempre estaríamos preocupados porque nos haría sentir incómodos”. Cinco
años después otro jugador, Jason
Collins hizo pública su homosexualidad casi al final de su carrera
deportiva lo que le valió el reconocimiento público del entonces presidente
norteamericano Barack Obama. Este gesto del inquilino de la Casa
Blanca habla de un proceso de cambio y aceptación experimentado en apenas un
lustro y que va mostrando su impronta en la sociedad y, por ende, en el
deporte.
Por mi parte toda mi admiración y respeto para estos
deportistas capaces de reconocer abiertamente su condición sexual. Han tenido
que enfrentarse y lidiar en un contexto homofóbico donde las burlas,
agresiones, rechazo y desprecio hacia un colectivo de personas por su “supuesta
condición sexual” por lo que seguro, han debido luchar ante crisis de
autoestima, sentimiento de discriminación, represión sentimental, ocultación
indentitaria, ausencia de asertividad, dependencia emocional… muchos obstáculos
para poder mostrarse en su totalidad y en plena libertad.
Quizá, cuando se sienten capaces de hacerlo es, viendo
próximo el fin de sus carreras deportivas o éstas ya han terminado, descubren
otros entornos en los que esta represión no existe y pueden vislumbrar un
horizonte nuevo libre de ansiedad y del homófobo que cargaba consigo. Estos
ejemplos son la muestra de que un gay feliz es que el ayuda a otros a serlo, su
gesto, cargado de simbología, es el comienzo de un camino que hará posible la
felicidad de quienes vengan detrás.
Y, otra cosa, nunca dejéis de ir al cine.