El mayor sobresalto que he recibido últimamente son los timbrazos de mi teléfono fijo.
A la hora de la siesta, el sonido se apodera de toda
la casa y desata el llanto de Jimena y Marta, una vez superado el
desconcierto inicial, aprovecha la oportunidad para recordarme mi estupidez.
La verdad, no sé qué se me pasó por la cabeza el fin de semana para volver a
conectar un teléfono del que ni siquiera sabemos el número. Será que busco
nuevo retos y emociones.
Nadie llama a un teléfono fijo. Sólo las compañías de teléfono, luz o gas, los encuestadores despistados del CIS… No llama nadie pero ya hemos acumulado decenas de llamadas en unos días. El timbre suena continuamente y su insistencia me ha recordado a mi padre. Mi padre jamás descolgó el teléfono, indiferente a sus reclamos, nunca cayó en el pecado de la curiosidad.
Si cogía el teléfono era sabiendo quién estaba al otro lado para mantener conversaciones en clave en las que debía recibir todo tipo de instrucciones ya que a todo respondía con monosílabos. Hoy, este teléfono que lleva décadas instalado en el pasillo y ha recibido miles de llamadas: de mis primeras novias, anunciando mi primer trabajo, la enfermedad de familiares, la muerte de otros en plena madrugada… Ahora no anuncia la presencia al otro lado de alguien conocido, la reverberación de su sonido no hace sino evocarme a los que antaño llamaban y ya no están.
El teléfono fijo ya no tiene prestigio.
Lo veo ahí, arrinconado, en apariencia obsoleto aunque capaz de seguir cumpliendo su función pero olvidado. En ese teléfono que de niño acariciaba siempre antes de salir de casa soñando que un día, a mi vuelta, estaría mi madre loca de contenta anunciándome que me había recibido la llamada del seleccionador. Algún rápido periodista me aguardaria en la puerta para vestirme con la equipación de la roja y protagonizar la portada a color del diario Marca del día siguiente.
Nada, en esas ausencias, lo que más recibí fue alguna
que otra reprimenda porque quien llamó no fue Javier Clemente sino el jefe de
estudios de mi instituto para anunciar la lista de mis asistencias
injustificadas.
Observo el teléfono y pienso en mi madre. Sola, con sus más
de setenta años, en días idénticos a los anteriores, en los que todo lo que le pasa le viene
anunciado a través de ese ancla: las citas médicas, las llamadas de mis
hermanas, de las suyas, de familiares, amigas… Pienso en ella, ya jubilada, con
el cuerpo hecho migas por pasarse la vida de pie, de una lado para otro, buscándose
la vida, trabajando a destajo, para que sus hijos tuviéramos un trabajo en el
que pasáramos las horas con el culo pegado a una silla. Miro el teléfono e inmediatamente
pienso, entre reproches, que tengo que llamarle más a menudo.
Igual que mi madre espera nuestra llamada muchos
entrenadores veteranos: Juande Ramos, Irureta, Abel permanecen esperando la que
les ofrezca una nueva oportunidad. Maldiciendo a los teleoperadores que ocupan
su línea ofreciéndole cosas que no quiere, impidiendo que el presidente de tal
o cual equipo pueda ponerse en contacto con él. En estos tiempos de tarifa
plana, de llamadas ilimitadas, es bueno que con más frecuencia hagamos tiempo,
una parada y hablemos con los que queremos como lo hacíamos a través del teléfono
fijo: sin movernos del sitio.