Mis primeras citas con Marta eran para leer juntos. Habíamos
quedado los dos exhaustos después de pasar la noche cerrando bares, acostarnos
y, como todos los que empiezan, durmiendo cada uno en su cama. Llegaba la tarde
del domingo y, en Salamanca, hay que salir a disfrutar del sol de la primavera.
Mi propuesta, bajar juntos a tumbarnos a leer junto al río. Un buen libro, una
botella de agua fresquita, una toalla en la que tumbarnos, un puñado de gominolas,
las gafas de sol y nos salía una tarde perfecta para seguir enamorándonos. Así,
hasta hoy.
No soporto a las parejas que hacen todo juntos, que parecen
no tener alternativas o que no se atreven a hacer lo que les apetece. Lo mismo
me pasa con los equipos de fútbol y los futbolistas. Siempre he defendido a muerte
a los jugadores que van a su aire. Esos jugadores que parece que juegan a otra
cosa diferente del resto de sus compañeros como, por ejemplo, Dembelé, Benzema e
incluso, si me apuras, a Bogarde como extremo. Esos futbolistas a los que se les
acusa de no estar pero que, llegado el momento, aparecen para demostrar que,
como el Equipo A, aparecen cuando sus compañeros les necesitan.
Una relación de pareja y un equipo se cimentan sobre su capacidad
para jugar en paralelo. Me he pasado horas jugando a la consola peleando por
llevar a equipos modestos a competiciones europeas, salvado el mundo de
diferentes apocalipsis o encadenando aventuras mientras Marta estaba absorta
pintando un nuevo lienzo con el que decorar el salón, tratando de hacer
pasteles con unas recetas que nunca sigue o machacándose a sentadillas en el
pasillo. Podría parecer, desde fuera, que cada uno va a lo suyo, que no tenemos
nada en común y, sin embargo, de lo que se trata es que cada quien tenga su
espacio bajo un mismo techo y saber que cuando nos necesitemos, ya sea para superar
una pantalla imposible o para ver cómo corregir algún fallo en la tarta, estaremos
ahí de inmediato.
Puede resultar extraño que demostrar que se está
ahí de forma activa haga más fácil buscar la independencia.
Esto es lo que se llama la paradoja de la dependencia, estar accesible y
dispuesto para el otro cuando a uno se le necesita pero, mientras tanto, buscar
nuevas aventuras y vías a explorar. Jimena con su juego paralelo, su estar a lo
suyo, nos enseña cada momento que todos, en la vida y en el fútbol debemos
seguir practicándolo. Sea a la edad que sea porque, estoy convencido que, con
los años, cuando recuerde los momentos más felices de mi vida nos recordaré a
los tres juntos, estando cada uno en nuestro mundo, tranquilos y felices.