Vi que las cosas no iban a salir bien antes de que sucediera. Los cuatro goles en contra a la media hora confirmaron mis sospechas. Lo mismo me sucede a la hora de anticipar las caídas y golpes de Jimena. Escucho los llantos de dolor y las gritos de rabia de un gol en contra antes de que sucedan. Siendo honesto, la mayoría de las veces estas pequeñas catástrofes terminan por no suceder. La mañana del último domingo, coincidieron la caída de Jimena y la media hora fatal de Unionistas en Linares. Ambas escenas las contemplé impotente, sabiendo mientras la acción se desarrollaba lentamente ante mis ojos el final, y lo peor, no pudiendo hacer nada para remediarlo. Mi hija, al filo de los dos años, corriendo con la mirada clavada en el suelo, rebosando euforia, corriendo feliz y descalza a buscar su carrito de juguete, acercándose veloz y sin remedio hacia el marco de la puerta con el que, tras un ligero tropiezo, clavo su frente y salió rebotada como si se hubiese topado con Rudiger. Lo de Unionistas, no es necesario describirlo.
Mi hija, como mi equipo de fútbol pero en mayor medida,
tiene la capacidad de sostener mi corazón, apretarlo, estrujarlo, estirarlo,
sobrecogerlo, lanzarlo por los aires, dejarlo caer… Tiene el poder de sacarme el corazón del pecho y dejarlo, despreocupada, en un lugar inesperado, abandonarlo palpitando ante el último riesgo que ha corrido, indiferente a la enésima situación comprometida a la que ha debido
enfrentarse, mientras corre y salta sin cesar a en pos de una nueva sorpresa que le regale la vida. Mientras, yo trato de recuperar el aliento, me seco el sudor frío y procuro recomponer el gesto de un adulto que aparenta tenerlo todo controlado.
Conforme va creciendo Jimena, mis temores van a más. Me paso
gran parte del día pensando en las caídas y golpes que están por venir. He
explorado todas las posibilidades. Como un entrenador obsesivo me he pasado
noches en vela elaborando planes de contingencia para cualquier situación.
Tengo el botiquín repleto para hacer frente a una primera asistencia, he
trazado, medido y cronometrada las rutas más rápidas para llegar a urgencias en el menor tiempo posible. Me
aseguro de forma escrupulosa de que el depósito del coche esté siempre a punto.
Sé que puede parecer un comportamiento neurótico pero, con todo, aún quedan
peligros sin nombre, peligros que desconozco, peligros que no soy capaz de
imaginar que merodearán alrededor de mi hija para los que no puedo ni podré
anticipar una solución
Mis mejores planes siempre me vienen cuando monto en bicicleta. Es bueno saberlo. La parte negativa es que no tengo donde anotarlos y tienden desvanecerse a causa de la fatiga cuando llego a casa. El domingo a primera hora salgo a rodar, si un vendaval no lo impide, unas dos horas por la carretera de Valladolid. En la última salida, al llegar a la ciudad, un ramo de flores recordaba el lugar de la muerte de Estela cuando entrenaba sobre su bicicleta. La primera persona en la que pensé al pasar por esa curva no fue en ella, tampoco en Jimena. No. Mi primer pensamiento fue para su papá. Lo vi esperando en casa para hablar con ella por teléfono acerca de cómo había ido el entrenamiento y la semana en la universidad. Sentía su angustia creciente al comprobar que su hija no atendía a la llamada de cada día.
Su desasosiego ahogando su garganta al comprobar, de forma compulsiva, que su última conexión permanecía estática desde hacía horas. Pensé en ese padre corriendo a atender la llamada de teléfono de un número desconocido. Lo vi flotando sobre la carretera mecido por la esperanza, camino del hospital, de que todo no fuera más que un mal sueño. Me lo imaginé, arrodillado, con el corazón atravesado por un hierro helado, derrotado y sin consuelo posible, ante el cuerpo frío y rígido de su hija.