La primera camiseta de fútbol que tuve en mi vida me enseñó, a los siete años, que a uno pueden hacérselo pasar mal sólo por una cuestión de color.
En el preciso instante en el que su escupitajo cayó en mi cara descubrí, a la edad de siete años, que existe la violencia y que es real. No la violencia de las noticias de los telediarios, ni la de las películas, ni de los periódicos. Ni siquiera la de los cuchicheos de las conversaciones a escondidas entre adultos. No, me refiero a la violencia real, esa que te toca de verdad, la que magulla la piel y hiere por dentro.
La violencia me asaltó en el patio de mi colegio, con siete años, por llevar una camiseta de fútbol. Ocurría cuando apuraba, con mis compañeros de clase, pateando el balón jugando uno más de nuestros efímeros mundialitos, los últimos minutos antes de que sonase la sirena que indicaba que era la hora de volver a clase a empezar el horario de tarde. En esos instantes si mi camiseta blaugrana con el nueve a la espalda estaba visible, aparecía de la nada Pedro con su cazadora verde y su sonrisa de hiena, un chico que iba tres cursos por delante de mi, para agarrarme del cuello y hacerme siempre la misma pregunta.
De qué equipo eres, me preguntaba. Del Barcelona le respondía orgulloso. Me lanzaba el suelo y volvía, una vez que clavaba las rodillas en mi pecho y me sujetaba las manos, a repetirme la pregunta. De qué equipo eres, preguntaba molesto con la respuesta anterior. Del Barcelona volvía a decirle. A esta pregunta su reacción era darme un puñetazo o zarandearme para que mi cabeza golpeara contra el suelo. Así se sucedían, por un tiempo que se me hacía eterno, las preguntas, mis respuestas y sus reacciones hasta que alguien, normalmente alguna de mis hermanas, se percataban de lo que sucedía y corrían a liberarme.
Nadie, excepto mis hermanas, reprendían a Pedro. Todos me decían, compañeros, amigos, mis padres e incluso mis hermanas, que por qué no dejaba de ponerme la camiseta del Barcelona y si, aun así, aparecía Pedro contestarle que era del Real Madrid para que me dejase en paz, poder seguir jugando con normalidad y olvidarme. Me negué en rotundo a hacerlo y, durante mucho tiempo, las agresiones de Pedro siguieron porque me ponía la camiseta a escondidas de mi familia. Me negaba a claudicar porque en esa defensa de la camiseta había algo más que unos colores y un escudo.
Esa camiseta representaba el esfuerzo que mis padres habían tenido que hacer para comprármela: el dolor en los huesos de mi padre los fines de semana tras pasarse de lunes a viernes saliendo de casa antes del amanecer y volviendo de noche tras partirse el lomo, el orgullo de mi madre defendiendo el futuro de sus cuatro hijos yendo a limpiar casas ajenas de quienes no se ensucian las manos. Esa camiseta era el símbolo de la verdadera pelea que se libraba en mi casa por llegar a fin de mes.
Aquella camiseta de algodón, sin marca y que apenas llevaba el escudo representaba todas las zapatillas de marca que mis padres no nos podían comprar, las vacaciones que nunca tuvimos, las películas que no pudimos ir a ver al cine, el lomo y el chorizo en manteca, los filetes de hígado... Ahí, tirado en el suelo, mientras recibía los golpes de Pedro, que solo veía una camiseta blaugrana y un niño terco, estaba la lucha del día a día de mi familia por salir adelante.
Hoy en un portal de segunda mano, he vuelto a comprarme una camiseta igual que aquella para no olvidar que hoy, todavía, hay muchos Pedros por la el mundo.