Ser lateral a finales de los 90 era un imposible. La llegada de Roberto Carlos al fútbol español impuso un perfil el que solo Jandri, nuestro tres, estaba preparado.
Hay cosas que se ponen de moda un momento, causan furor y desaparecen dejando como consecuencia, entre quienes no pueden seguir el ritmo de atrapar la siguiente, la convivencia diaria con una decisión que, a la larga, no era tan brillante como parecía. Es lo que me ha pasó durante más de una década en casa, mi madre decidió, movida por el gusto del momento, pintar las paredes añadiendo purpurina. Era lo más. Así siguen ya que por muchas capas que le des, acaba asomando un punto brillante.
Lo mismo sucedía en su momento con los laterales de muslos anchos. Eran lo máximo. El brasileño Roberto Carlos, con unos muslos insolentemente gruesos y musculados, los convirtió en una característica indispensable para cualquier lateral que aspirase a la elite. Todos los equipos querían el suyo. No sólo tenía que tener muslo ancho sino que, además, saber utilizarlo para un golpeo a balón parado que causara impresión y anotar goles que ponían en jaque a la teoría de la gravedad como el que anotó frente a Francia. Los lanzamientos de falta se convirtieron en una competición para descubrir quién le pegaba más fuerte a la pelota. Otra cosa era la precisión ya que esta, salvo excepciones, era más la de un pateador de rugby.
En Salamanca vimos desfilar a alguno de esos cañoneros. Empezado por Jandri, verdadero pionero en ese perfil que el brasileño puso en valor, pero sin el cartel ni la relevancia que alcanzó el lateral madridista, ya estaba aquí años antes. Menudas piernas tenía el bueno de Jandri. Cómo le pateaba al balón nuestro tres, me dejaba con la boca abierta allí en acreditaciones, mi sitio en la grada por entonces. En cada partido, estábamos deseando que nos señalasen una falta lejana a favor para verle tomar carrerilla y chutar como si no hubiese mañana. Así le pegábamos nosotros al balón, como si no hubiese consecuencias, cuando íbamos al campo de tierra del Mateo Hernández los fines de semana, aun incapaces de levantar la pelota del suelo y, al cuarto intento, agotados porque consumíamos toda la energía en un carrera impetuosa. Creíamos que a más metros carrera con más fuerza le daríamos a la pelota, prestábamos poca atención en clases de Física de doña Inés.
Tener un Jandri, un Paulo Torres, un Rossato en el equipo siempre ha sido mi premisa desde que me pasé al mando a distancia y al fútbol virtual. Disponer de un especialista a balón parado me ha dado muchos momentos de satisfacción, aunque no me sumase en el resto. A pocas cosas le he puesto y le pongo tanta atención, cuidado y precisión como en lanzamiento de falta en mis partidas virtuales. Mover las flechas de dirección, ajustar el punto de preciso de golpeo como si estuviese en el Masters de Augusta, pulsar el botón de disparo el tiempo justo para cargar la barra de potencia hasta el nivel exacto, iniciar la maniobra de lanzamiento y esperar acontecimientos es mi Cabo Cañaveral, mi doctorado en ingeniería aeronáutica.
Hoy te hago público este talento labrado en horas y horas de intentarlo con denuedo en el silencio de la madrugada, en una absoluta soledad con la única compañía de las constelaciones de purpurina en las paredes por si, ahora que me asomo a la cuesta abajo de mi carrera profesional y Rubén Andrés ni Dani Ponz siguen sin contar conmigo, por si a alguna empresa pudiera interesarle.
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