Mi padre recurría a los nombres de futbolistas de moda o que, por lo que fuese, le resultaban graciosos y descriptivos de algún rasgo de la persona a la que se lo dirigía.
Todo el mundo necesita un nombre. Schuster, Coloccini, Makelele, Tasotti... son muchos los apelativos que mi padre utilizaba para dirigirse a mi o alguno de sus amigos. Recurría a los nombres de futbolistas de moda o que, por lo que fuese, le resultaban graciosos y descriptivos de algún rasgo de la persona a la que se lo dirigía. Heredé de él esa costumbre y, aún hoy, aunque solo la uso en la clandestinidad y en situaciones puntuales la utilizo, como si fuese Guti. Me ha vuelto el recuerdo de esta enseñanza de mi padre con la visita del Lugo al Reina Sofía. La razón: Munitis.
Pasé todos mis años escolares, desde prescolar, con un grupo sólido de compañeros. Fuimos juntos hasta finalizar de EGB, siempre los mismos compañeros. Todavía hoy, de muchos de ellos, puedo recitar de corrido sus nombres, apellidos y el día de su cumpleaños. En especial de aquellos que cumplían años los días cercanos al mío. Ahí estaban Sergio de Bernardi, cumpliendo al día siguiente del mío, David Elena una semana después y Alberto García que los cumplía justo dos semanas después. Estos y varios má compartimos aula, duelos fratricidas frente al B los días de patio y alguna que otra entrada en el expediente disciplinario del Filiberto Villalobos.
A casi todos ellos, con el paso de la EGB a la secundaria, les perdí la pista y apenas he vuelto a verlos. A Alberto, que sus abuelos y los míos eran vecinos, me lo seguí encontrando con frecuencia y todavía compartimos alguna que otra tarde. Sin embargo, pasados un par de años después de acabar el colegio nos reencontramos en el equipo de fútbol. Y allí Alberto no se presentó como Alberto, sino como Bebeto. Así quería que le llamáramos y así se refería a él la cuadrilla de amigos que le acompañaba. Nos dijo, en un gesto de humildad por su parte, que si queríamos y nos resultaba más cómodo podíamos llamarle Bebe, como la cantante, una década antes de que se diese a conocer.
Bebeto, por aquellos años, era lo más. Delantero del SuperDépor, campeón del mundo con Brasil, un tipo entrañable, querido y que hacía goles cada semana. En aquellos años veíamos a los brasileños como triunfadores, con su moreno, su acento, su sonrisa permanente, su samba, sus mujeres despampanantes, sus coches de alta gama... Supongo que Alberto, no sé si el nombre se lo eligió él o alguien que le admirase o enviase mucho, optó por lucir con orgullo su nuevo nombre y el que figura en el Registro Civil fuese desapareciendo.
Me resultó difícil, más conociéndonos de toda la vida, empezar a llamarle como los demás lo hacían. Supongo que porque es difícil cambiar la costumbre y, también, por qué no por envidia. Envidia de que jugase de delantero y yo de defensa, de que siempre luciese moreno, de sus ojos claros, de su scooter, de su éxito con las mujeres, de que marcase goles, de que tuviese dinero y viviese en una casa con piscina. Nuestra relación se mantenía igual basada en el afecto de conocernos desde niños hasta que un día dejamos de hablarnos. Seguimos siendo compañeros de equipo, salíamos de noche con la misma cuadrilla de amigos y, aun así, desde aquel día no nos dirigíamos la palabra.
Ocurrió en un partido en el que jugábamos como local. Íbamos perdiendo seguro, en aquellas temporadas de juveniles, un empate era todo un logro y una victoria la gesta del año. Yo me encontraba en la grada, no recuerdo si porque me habían sustituido o, probablemente, hubiese sido expulsado. Allí estaba él con su número 11 a la espalda tratando de regatear a un contrario pegado a la línea de banda, sin levantar la vista del suelo, con sus musculosos cuádriceps frenando en seco y arrancando a toda velocidad en otra dirección, para acabar tropezando y perdiendo el balón. En ese momento, en voz alta, de tal forma que los pocos espectadores presentes y todo los jugadores del campo me oyeran grité Bebe Munitis. Le dolió en el alma. Se levantó, se apoyó en la valla y comenzó a insultarme de todo. Le tuvieron que sujetar los que estaban a su lado en el terreno de juego y el entrenador.
Desde ese día pasamos años sin hablarnos. Nunca he sabido que es lo que le dolió tanto. Imagino que la imagen mental que tenía de Munitis era todo lo opuesto a como él se veía. El cántabro, que estaba despuntando en ese año en el Racing, llegado a la selección, e iba camino del Real Madrid era español, bajito, encorvado, feo, de gesto hosco, con más pinta de labrador que de futbolista y con una sonrisa que parecía de hiena. Nada que ver con sus capacidades futbolísticas. A merced de esa comparación, como digo, pasamos mucho mucho tiempo sin dirigirnos la palabra.
Hoy viendo de Pedro Munitis en el Reina Sofía me he acordado de todo esto y de que, aunque ya no compartimos y no salimos juntos, cuando nos vemos Alberto y yo nos paramos, nos damos un fuerte abrazo y, por poco tiempo que pasemos juntos, recordamos.
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