El pasado sábado acudí a ver un partido en el que jugaba mi sobrino de nueve años. Perdieron, algo habitual. En la grada, muchos de mis quintos, pares de mi generación en uno y otro equipo. No es un trago fácil dedicar la mañana del sábado a estos menesteres. Vas a ver a tu hijo o tu sobrino jugar y te das de bruces con tu fracaso. Allí estás, pasando frío, pelando la pava cuando deberían ser ellos los que te tendrían que estar contemplando tu éxito. Por eso, en un momento mutas.
Ir a ver un partido de benjamines te hace tomar consciencia de todo lo que no has logrado ni serás capaz de conseguir a estas alturas. No conseguiste tu sueño de ser futbolista y probablemente dejaste escapar otros muchos. Te vienen imágenes de cuando eras tú quien daba patadas al balón y haces un repaso rápido de todos aquellos que te impidieron llegar a la élite: ese entrenador que te dejaba en el banquillo o que te ponía de defensa cuando lo tuyo era hacer goles, aquel árbitro que te expulsó sin que aún hoy hayas encontrado la razón, o aquellos jugadores que te cosían a faltas y te encimaban para que no asomase tu talento mientras el colegiado miraba hacia otro lado. Te vienen todos esos recuerdos y te calientas. Ya no estás en un partido de fútbol de benjamines no, estás en terapia, no una cualquiera, estás protagonizando, sin cámaras, tu episodio de Hermano Mayor.
Culpas a todo pero no eres consciente de que si no eres profesional del fútbol algo tendrá que ver el hecho de haber nacido en Salamanca. Si hacemos un repaso de los jugadores profesionales salmantino veremos que, muy pocos, han conseguido ganarse la vida dando patadas al balón. De mi generación me viene a la cabeza Tomás, Carpio y Jorge Alonso. Rascando algo más puedo encontrar algún que otro nombre pero ninguno de relumbrón y, menos aún, que hayan protagonizado alguna noticia en los medios deportivos.
Uno de los problemas de ir a partidos de categorías inferiores es que te encuentras con muchos de tus antiguos compañeros y amigos de años atrás. Gente que, probablemente, no recuerde ni siquiera tu nombre. Los ves, a cada uno de ellos, y solo te fijas en una cosa. Buscas en ellos las señales, por pequeñas que sean, de su éxito. No tardas en encontrarlas porque es lo único que persigues. Tú ves en ellos los signos de su triunfo mientras estás convencido que ellos solo ven de ti la apología del fracaso que crees ser: tu ropa de Primark, el coche de segunda mano que lleva semanas sin pasar por el autolavado, tu dentadura amarilleada...
Te come la rabia. Estar viendo un partido de benjamines, de tu hijo, tu sobrino, ha pasado a ser, de pronto, una muestra de todas las injusticias de las que te piensas víctima, de la evidencia de que no tienes nada que ofrecer al mundo para que te premie porque no tienes nada para ofrecer. En la grada, mientras avanza el partido te das cuenta de que no eres más que un resentido y un envidioso incapaz de aceptar el éxito ajeno y de luchar contra tu propio fracaso. Gritas. Gritar es la única vía de escape. Gritas, insultas, reprochas con la fuerza amplificada del eco de tu voz con las gradas. Gritas e insultas al árbitro, lanzas reproches a niños de nueves años, atemorizas a tu propio hijo, a tu sobrino. No sabes perder.