Menudo jaleo con el tema de la San Silvestre en Salamanca. Resulta que las carreras ahora nos las gana el que más rápido corre y cruza primero la línea de meta sin hacer trampas: básicamente acortar el recorrido y no realizar los diez kilómetros pertinentes que es lo que mínimamente se pide. En la popular carretera salmantina en la que alrededor de siete mil personas, entre los que me encontraba, participan puedes llegar el primero y no ganar, insólito. El motivo no es que te hayan descubierto dopado, puedes coronarte campeón con todos los suplementos ilegales que quieras, es no estar federado en Castilla y León y que alguien lo sepa. Pues así sucedió el domingo, un atleta cruzó primero la línea de meta y todos le trataron cómo el ganador, hasta que, quien entró segundo, se autoproclamó vencedor un par de horas después a través de sus redes sociales.
Atendiendo al reglamento Jorge Blanco, atleta leonés, que es quien llegó segundo tenía razón. Él debería ser el ganador de la prueba y embolsarse los 1.500€ que le corresponden al vencedor. Un dinero que le ayudaría a cubrir sus gastos para la práctica deportiva y que muestra que muchas carreras populares esconden otras ambiciones entre los que más corren. Más centrados en lo cuantitativo: la bolsa económica para el vencedor o, para quienes no pelean la victoria, el tiempo a lograr.
El domingo me ubiqué en el cajón de salida cuando quedaban diez minutos para que comenzara. Poco a poco la aglomeración fue en aumento, muchos de los últimos en llegar se abrían paso para poner junto a los que habían llegado primero, las conversaciones giraban en torno al tiempo que cada uno tenía previsto invertir en completar el recorrido. Estaba ubicado en la zona correspondiente a los dorsales con fondo blanco, la siguiente a quienes iban a disputarse la victoria, en la que me sentí un intruso que estaba allí mucho por mi constancia de participar cada año y nada por méritos. No iba a ganar a nadie.
A lo que voy. Allí rodeado de tantos gallos cacareando sus tiempos me vino a la cabeza ye acompañó durante toda la carrera un cuento. Un cuento de fútbol, el mejor que se haya escrito jamás. Seguro que os suena: El penalti más largo del mundo escrito por Osvaldo Soriano. Para quien no lo conozca, trata acerca de la historía de un portero llamado Gato Díaz, cuyo equipo por un azar del destino, está a un paso de proclamarse campeón cuando, en el tiempo de descuento, el árbitro señala un penalti, que nadie más ha visto, en contra. El jaleo que se arma en el estadio es de traca y el encuentro se suspende. Se retomará una semana después, sin público, y solo dará tiempo para el lanzamiento desde los once metros que decidirá el campeonato.
El cuento gira alrededor de cómo vive el Gato Díaz esa semana. Todas las conversaciones a su alrededor hablan acerca de lo que es probable que haga el lanzador rival. Hacia que lado debe lanzarse, el exigente entrenamiento que debe seguir durante la semana para estar listo para el momento clave, las señales a las que debe atender para averiguar la intención del rival... Así avanzan los días y, a su alrededor, siempre camina una cohorte de aficionados pendientes de cada uno de sus pasos y atentos a sus palabras. Una mañana acude a un taller de bicicletas en el que el mecánico le pregunta acerca de cómo afronta el momento más importante de su vida que ha de tener lugar el sábado. Todos esperan la respuesta para albergar vivas las esperanzas de obtener por primera vez el campeonato o dar la batalla por perdida antes de librarla. El Gato Díaz sorprende a todos com su respuesta: "solo quiero que la rubia Ferreira me quiera".
Ahí está lo importante. No es el fútbol, aunque uno sea un apasionado del mismo, ni ganar la Eurocopa ni una victoria inesperada de Unionistas. Tampoco lo es el tiempo ni el puesto en una carrera. Para mí hija Jimena, camino de sus cuatro años, le da igual el tiempo que haya tardado ni el puesto en que quedé, para ella fui el campeón porque llegué a casa con la bolsa del avituallamiento que daban a la llegada y que contenía un plátano, una naranja, una botella de agua y un refresco. Lo importante, como bien sabe el Gato Díaz y de cuya historia no cuento el final, no es ganar ni perder sino con quién compartes la vida cuando ganas y cuando pierdes.